HISTORIA DE UNA FAMILIA

Relato con origen : Castronuevo de los Arcos

Esteban y Rosa eran un matrimonio peculiar; nunca se habían profesado una demostración pública de amor, ni una caricia o una palabra tierna; sin embargo llevaban toda la vida juntos, hablaban poco y se entendían bien. Ella atendía la casa y él trabajaba fuera todo el día, así que tampoco tenían muchas oportunidades de verse más que cuando regresaba por la noche y era para cenar y ver un rato la televisión.

Solo tuvieron una hija: Teresa, a la que su madre se dedicó en cuerpo y alma. La niña era espabilada, inquieta, y creció sana convirtiéndose en el alma de aquella casa. Iba a la escuela del barrio y era espabilada al decir de la maestra que pronto insinuó a sus padres la posibilidad de que accediera mediante una beca a estudios superiores. Aquellos eran malos tiempos, su padre pasaba casi todo el día fuera de casa enlazando un trabajo con otro y el hecho de que le concedieran beca a la niña para estudiar no significaba que tuviera todos los demás gastos cubiertos: ropa, comida, transporte..., así que con indefinible pesar no pudieron aceptar aquella oferta; sin embargo la maestra que era una vasca acendrada y testaruda, hizo lo posible porque no se perdiera el talento de Teresa. Le prestó libros que ella devoraba con fruición, la preparó para presentarse por libre a los exámenes y, para sorpresa de todos, la niña fue aprobando uno a uno los cursos que la capacitaron para disponer de un título que le abriría las puertas de un trabajo al que se vio abocada en cuanto cumplió la edad requerida y, de ese modo, contribuir a la economía familiar.

El tiempo fue pasando y un día cercano a sus veinticinco años dijo a sus padres que quería independizarse. Alquiló un apartamento diminuto, pero que ella convirtió en acogedor y donde se sentía completamente feliz. Trabajaba en una oficina y ganaba un salario modesto, pero no tenía apenas gastos; vivía moderadamente y no añoraba salidas ni fiestas a las que alguna vez iba a regañadientes más por complacer a sus tenaces compañeras de oficina que por gusto propio. Solía visitar a sus padres a menudo y les llevaba bizcochos o dulces que ella misma cocinaba en sus ratos libres tras el trabajo.

Juan era el único hermano de Rosa, siempre estuvieron muy unidos y cuando se quedó viudo, como además no tuvieron hijos, les pareció conveniente que se fuera a vivir con ellos, así que vendió su casa, llevó algunos de sus enseres y se acomodó en el piso de su hermana y su cuñado. Ellos había sido amigos desde chicos y se llevaban muy bien y para Juan, Teresa -la niña, como la llamaba- desde pequeña había sido su debilidad; se quedaba embobado con ella y le consentía todos sus caprichos.

Los tres vivían en un piso grande en la primera planta de un edificio de cinco alturas, y se beneficiaban del patio donde salían para pasar la tarde sentados en sendos sillones de mimbre. Muchas veces transcurrían las horas sin que ninguno pronunciara una sola palabra; Rosa dormitaba plácidamente con las manos recogidas sobre su regazo, mientras Esteban y Juan permanecían somnolientos mirando al infinito y fumando un cigarrillo tras otro. A veces hablaban sobre sus vidas pasadas, la penuria que habían soportado después de la guerra; evocaban aquellas anécdotas que sabían de memoria a fuerza de repetírselas unos a otros a lo largo de los años. Recordaban el miedo cuando sonaba la sirena y tenían que dejar lo que estuvieran haciendo para bajar corriendo al sótano o al refugio más cercano y allí, junto con un montón más de personas atemorizadas, permanecían en silencio hasta que dejaban de oírse los aviones y entonces salían con más miedo todavía que antes, como ratas, para comprobar los efectos que la destrucción había ocasionado en sus casas.

En aquel barrio tuvieron suerte porque no hubo grades derrumbes y los edificios, aunque dañados, se mantuvieron en pie; sin embardo no todos gozaron de la misma fortuna y muchas familias se quedaban con lo puesto tras salir de los escondites porque el bombardeo había destruido todo lo que tenían. En tales casos los vecinos ayudaban en lo que podían, les acogían, les daban alimentos o les ayudaban para irse a otra parte de la ciudad con familiares que les ampararan.

Hablaban también de la lucha por sobrevivir con las cartillas de racionamiento, de cómo había que alargar las pocas legumbres para que duraran más tiempo, racionar los alimentos, estraperlar como podían para conseguir algo más que les permitiera, sobre todo a la niña, crecer sin tantas carencias y con un poco de lustre sobre el esqueleto. Esteban y Juan que eran más que amigos hermanos, batían cada cascote de los edificios derrumbados por si entre ellos encontraban algún objeto que pudieran cambiar por comida.

La mujer de Juan aportó al matrimonio una pequeña fortuna ya que heredó de sus padres una buena casa con las comodidades propias de una familia casi burguesa; sin embargo con la guerra esta situación cambió drásticamente, ella murió al poco de empezar la contienda y Juan se vio obligado a utilizar enseres de la casa que llevaba a algún pueblo a cambio de comida, y así fueron desapareciendo: sábanas de hilo, relojes, cuadros, cajitas lacadas y demás caprichos que se diseminaron en los pueblos colindantes a cambio de patatas, pan y, si había mucha suerte, alguna gallina. Juan siempre compartió su fortuna con sus amigos Teresa y Esteban cuya situación era más desfavorable y además tenían una niña pequeña que alimentar.

Así pasaban aquellas tardes de recuerdos y nostalgias los tres siempre juntos. Añoraban a Teresa y se lamentaban de verla poco, consolándose con la idea de que estaba bien y era feliz en su independiente vida.

Cuando España sufrió la primera gran crisis económica en el año 2008, volvieron los malos tiempos. Esta vez el trabajo de Teresa se resintió, tuvieron que hacer un expediente de regulación de empleo y ella fue una de las primeras que despidieron. Le quedó una pequeña paga procedente de la subvención del paro y con eso y los ahorros que había guardado celosamente durante todos los años que trabajó, aunque tenía suficiente para vivir un tiempo, sin embargo empezó a vislumbrar un panorama poco halagüeño, ya que tendría que seguir pagando el alquiler y los gastos mínimos del piso. Habían pasado los años y ya no era ninguna niña, apenas tenía amistades y era previsible que el futuro no le brindaría mejor suerte; así que después de darle muchas vueltas decidió que lo más razonable sería regresar a la casa familiar. Sus padres y su tío ya estaban mayores y pronto necesitarían ayuda, ella era su única familia y, de ese modo, con las pensiones de los hombres y los ahorros de ella podrían vivir cómodamente los cuatro juntos.

Recogió sus escasas pertenencias y entonces fue consciente del poco equipaje que tenía: apenas su ropa y algunos objetos personales, todo cabía en un par de maletas. Sacó un billete de tren y se encaminó a la estación con la alegría de quien regresa a casa, sin mirar atrás. Cuando llegó al domicilio de sus padres fue recibida con gran alborozo entre los tres, su tío sonreía bobaliconamente con solo mirarla, la madre la agasajó con los platos que más le gustaban porque decía que estaba demasiado flaca, el padre no dejaba de preguntarla por su trabajo, la gente que había conocido... Teresa se sentía un poco abrumada por ese interés desmedido, pero poco a poco todo volvió a su lugar.

Una mañana, mientras los demás estaban en la terraza, ella se fijó en las habitaciones con el papel antiguo ya amarillento, los muebles abigarrados y viejos, las cortinas de toda la vida... y se afanó en la tarea de cambiarlo todo y modernizar la casa. Compró visillos nuevos para las ventanas deshaciéndose de las espesas cortinas, despegó el papel de las paredes y las pintó de colores suaves y claros para que la luz entrara y se reflejara en la casa. Después descartó muebles en mal estado, barnizó los que estaban mejor, los cambió de lugar, quitó tapetes de ganchillo, puso flores y adornos sencillos pero elegantes y, cuando al cabo de casi un mes que le había durado esta transformación, se fijó de nuevo en la casa recorriendo habitación por habitación, no pudo menos de sentirse orgullosa. Los padres y el tío se miraban entre sí sonriendo, dejándola hacer porque estaba entretenida y para ellos eso era suficiente; ninguno le puso una pega ni le hizo el menor comentario; Teresa fue la dueña absoluta de aquella casa que, años después de una agradable convivencia mantenida entre los cuatro, fue acabando con la vida de padres y tío hasta que, un día cualquiera, se miró en uno de los espejos de aquella casa que ahora se le hacía enorme y vio un rostro que apenas reconocía, un rostro de mujer mayor con todas las señales que el tiempo había dejado: bolsas bajo los ojos, arrugas ya demasiado notorias, cabello escaso y cano, y un rictus de resignado agotamiento eran los signos que le transmitía aquel reflejo.

Decidió cambiar su aspecto, lo mismo que años atrás había hecho con la casa. Compró ropa de color, eliminando aquellos tonos neutros y mortecinos, grises, azul marino y negros que había encadenado con los fallecimientos de la familia; cambió el aspecto de su cabello, empezó a cuidar su alimentación, se marcó la rutina de salir a caminar a diario, de frecuentar las pocas amistades que había descuidado, se ofreció como voluntaria en un proyecto solidario de alfabetización de adultos y allí conoció a personas que serían decisivas para su vida; en una palabra, logró el objetivo de ser la persona emprendedora y activa que fue siempre y que un día se relajó hasta el punto de olvidarse de sí misma.
Mª Soledad Martín Turiño