EL VIAJERO
Relato con origen : Castronuevo de los Arcos
Llegó una mañana de invierno, con barba espesa, gafas oscuras y una gorra cuya visera le ocultaba parte de la cara; era como si quisiera disfrazarse deliberadamente para pasar desapercibido. Entró en el bar y pidió un café ante el estupor de la mujer que le contemplaba con ojos curiosos desde el otro lado de la barra. Lo tomó lentamente, a pequeños sorbos, paladeando aquella calidez que invadía su cuerpo cansado de recorrer kilómetros en tren ya ni sabía desde qué origen, hasta que recaló en este pueblo apartado de todo, casi vacío de habitantes y tomó alquilado un viejo caserón que estaba situado a la salida del pueblo, lejos de todos.
La vivienda llevaba muchos años sin usarse, porque sus dueños habían muerto sin herederos y nadie se interesó por una casa vacía más que no necesitaban en aquel pueblo. Cuando llegó le pareció un acierto ya que toda la gestión la hizo de manera apresurada y por internet. Entró molestando la vieja puerta de entrada cuyos goznes chirriaron dolientes; constaba de pocas estancias: una vieja cocina, dos amplias alcobas, lo que un día fuera la panera, y en el piso de arriba el consabido sobrao del que disponen todas las casas castellanas que servía para orear los chorizos y jamones de la matanza, ahora estaba lleno de telarañas, y un suelo que crujía a cada paso que daba. En la trasera de la casa estaba el corral, las cuadras, las cochiqueras, el viejo pozo, el horno de leña y el pajar.
Decidió obviar el piso alto y centrarse en las estancias inferiores. Solo necesitaba un par de ellas: una que le serviría de dormitorio y otra para trabajar. Comía frugalmente y le habían dicho que en el pueblo existía un servicio de comedor, así que la manutención la tenía asegurada; además podían llevársela a casa por un módico precio, lo que le evitaría tener que ver a nadie, que era el objetivo que perseguía. Se sentó en un viejo butacón de mimbre y sin despojarse de la ropa que llevaba desde hacía días, sacó su pipa y fumó despacio contemplando a través de aquella ventana los campos que se extendían con intencionada laxitud frente a él.
Casi había olvidado cual fue el detonante que le llevó hasta allí, a aquel lugar tan apartado de su mundo. Cerró los ojos, extenuado, y surgieron imágenes de una vida de oficina, de ejecutivos perfectamente trajeados compitiendo siempre, rivalizando en todo momento para conseguir un nuevo cliente, aunque fuera a base de estudiadas argucias y llegando a esa fina línea de la ilegalidad que tan bien conocían; todo valía si el resultado era favorable. Recordó también historias fugaces con hermosas mujeres que se entregaban a cambio de una información, de escalar un puesto o, simplemente, de pasar un buen rato con alguien de su mismo nivel social.
Rememoró aquella mañana, tras una de las múltiples fiestas que jalonaban su vida, cómo vomitó sin parar nada más levantarse de la cama, y no solo era la mezcla de licores de la noche, también expulsó tensión, dolor, rabia, impotencia, hartazgo… todo aquello que había conducido a la destrucción de su mejor amigo, tan presionado que acabó en el hospital por un infarto fulminante, o aquel que le comentaron que empezó a flirtear con las drogas para aguantar en perfecta forma las exigencias del trabajo, o del otro… Cuando pudo levantarse, se duchó y volvió a la cama, permaneció allí tendido durante horas, reflexionando. Su padre, un empresario exitoso, le había marcado el camino y él, más con desgana que por interés, se vio obligado a seguirlo para no decepcionarle, entrando en un mundo que, poco a poco, le estaba arrebatando el alma.
Tenía que tomar una decisión. Lo último que deseaba era ser un calco de su padre: una casa extraordinaria, una mujer espectacular a la que no veía, hijos que casi no conocía… y una amante para asegurar su estatus. Él era diferente y no podía continuar inmerso en una existencia que repetía los patrones que tanto había detestado en aquellos internados, siempre solo, siempre sin referencia paterna. Contaba con un patrimonio suficiente para vivir sin trabajar el resto de su vida y, al ser hijo único, sería el heredero de todo el capital de sus padres. Decidió un cambio drástico para empezar a conocerse, sacó un mapa enorme que guardaba desde niño cuando tuvo que aprender geografía, se centró en España, cerró los ojos y apuntó, al azar, con el dedo un lugar. Cuando miró lo que la suerte le había deparado, ni se inmutó. Doblo cuidadosamente el mapa, y empezó los trámites para trasladarse hasta allí.
Apenas dio ninguna explicación a los compañeros, porque de ninguno era amigo; cuando entró en el deslumbrante despacho de su padre para anunciarle que lo dejaba todo, él ni siquiera tuvo a bien despegar la vista de los documentos que tenía frente a sí. De su madre se despidió por teléfono decepcionándose porque tampoco mostró interés por conocer el lugar donde iba o los motivos de su hijo al tomar aquella decisión. Se hizo palmario que a nadie importaba, que estaba sólo, como siempre.
Necesitó apenas un par de días para dejar el apartamento, gestionar sus cuentas bancarias, y tramitar el billete para viajar hasta aquel pueblo perdido. Se deshizo del coche, de la ropa y todas las fruslerías que ya no iba a necesitar; tan solo su portátil iría consigo en la única maleta que, junto con la mochila que llevaba a la espalda, formaban su exiguo equipaje.
Abrió los ojos y sonrió al ver a la primera persona que caminaba carretera abajo, de camino al pueblo; le produjo una sensación extraña, mezcla de ternura y curiosidad. Se propuso un plan: descansar el tiempo que hiciera falta para que su cuerpo y su alma se recompusieran, empezar a escribir aquella novela que siempre había constituido su ilusión, dar largos paseos por el campo, acercarse a escribir en el recodo del río, justo en una piedra que había descubierto y que parecía colocada a propósito para tal menester… y poco más. Sabía que eso era suficiente para él, le llenaría las horas, y era muy consciente de que no iba a echar de menos a nadie porque nadie dejaba atrás que le importara de verdad.
Un día, sentado a la puerta de casa, pasó un tractor, el conductor le dio de mano en un ademán sencillo y gratificante. Él le devolvió el saludo y la escena se repitió durante unos días, al cabo de los cuales el campesino bajó y se entretuvieron charlando un rato; otro día le esperó para tomar unas cervezas… así hasta que se hicieron amigos. A veces le acompañaba a las tierras y miraba como las labraba, quitaba rastrojos, sembraba o recogía fruto y aquello le subyugó de un modo extraño porque nunca había pensado en el poder del hombre sobre la tierra y lo que ella devolvía a cambio de trabajo, esfuerzo, agua y un poco de calor del sol.
Con el transcurrir del tiempo se dejó caer por el bar a la hora en que los hombres jugaban la partida de cartas y de la mano de su amigo hizo otros; así fue integrándose en la vida de aquel lugar remoto que le devolvió el sosiego. Carecía de planes concretos; dependiendo del tiempo que hiciera, acompañaba a cazar a algún lugareño, daba largos paseos río arriba perdiendo la visión del pueblo tras de sí, y en esos momentos de soledad, renacía como nunca, respiraba a pleno pulmón aquel aire fresco y limpio hasta que se olvidó de su vida anterior; aquel pueblo castellano, apenas una reseña en el mapa, constituía ahora todo su mundo.
Una tarde al regresar de uno de sus larguísimos paseos, se sentó y reparó en el ordenador que yacía junto a la mochila desde su llegada. Lo abrió y ante esa primera página en blanco que constituye la pesadilla de todo escritor, empezó a tocar las teclas con seguridad y decisión. Diríase que las golpeaba con furia, pero era incapaz de parar. Cuando sus extremidades le dieron un aviso doloroso debido a las largas horas sentado sin cambiar de posición, se levantó, fue hacia la ventana y se dio cuenta de que había amanecido, el sol pronto renacería para brillar en otra mañana de invierno; se acercó a aquellas palabras que le brotaron desde su interior más hondo y vio que había llenado suficientes hojas como para dar cuerpo a esa novela con la que siempre soñó. No solo era un testimonio lo que había reflejado en aquellas páginas, era también la necesidad de redimirse a través de ellas, una confesión en primera persona de vivencias, realidades, temores, ausencias y afectos; y también había algo más, un algo indefinible que le proporcionaba una ilusión desconocida que rayaba en el culmen de un sueño, había esperanza.
La vivienda llevaba muchos años sin usarse, porque sus dueños habían muerto sin herederos y nadie se interesó por una casa vacía más que no necesitaban en aquel pueblo. Cuando llegó le pareció un acierto ya que toda la gestión la hizo de manera apresurada y por internet. Entró molestando la vieja puerta de entrada cuyos goznes chirriaron dolientes; constaba de pocas estancias: una vieja cocina, dos amplias alcobas, lo que un día fuera la panera, y en el piso de arriba el consabido sobrao del que disponen todas las casas castellanas que servía para orear los chorizos y jamones de la matanza, ahora estaba lleno de telarañas, y un suelo que crujía a cada paso que daba. En la trasera de la casa estaba el corral, las cuadras, las cochiqueras, el viejo pozo, el horno de leña y el pajar.
Decidió obviar el piso alto y centrarse en las estancias inferiores. Solo necesitaba un par de ellas: una que le serviría de dormitorio y otra para trabajar. Comía frugalmente y le habían dicho que en el pueblo existía un servicio de comedor, así que la manutención la tenía asegurada; además podían llevársela a casa por un módico precio, lo que le evitaría tener que ver a nadie, que era el objetivo que perseguía. Se sentó en un viejo butacón de mimbre y sin despojarse de la ropa que llevaba desde hacía días, sacó su pipa y fumó despacio contemplando a través de aquella ventana los campos que se extendían con intencionada laxitud frente a él.
Casi había olvidado cual fue el detonante que le llevó hasta allí, a aquel lugar tan apartado de su mundo. Cerró los ojos, extenuado, y surgieron imágenes de una vida de oficina, de ejecutivos perfectamente trajeados compitiendo siempre, rivalizando en todo momento para conseguir un nuevo cliente, aunque fuera a base de estudiadas argucias y llegando a esa fina línea de la ilegalidad que tan bien conocían; todo valía si el resultado era favorable. Recordó también historias fugaces con hermosas mujeres que se entregaban a cambio de una información, de escalar un puesto o, simplemente, de pasar un buen rato con alguien de su mismo nivel social.
Rememoró aquella mañana, tras una de las múltiples fiestas que jalonaban su vida, cómo vomitó sin parar nada más levantarse de la cama, y no solo era la mezcla de licores de la noche, también expulsó tensión, dolor, rabia, impotencia, hartazgo… todo aquello que había conducido a la destrucción de su mejor amigo, tan presionado que acabó en el hospital por un infarto fulminante, o aquel que le comentaron que empezó a flirtear con las drogas para aguantar en perfecta forma las exigencias del trabajo, o del otro… Cuando pudo levantarse, se duchó y volvió a la cama, permaneció allí tendido durante horas, reflexionando. Su padre, un empresario exitoso, le había marcado el camino y él, más con desgana que por interés, se vio obligado a seguirlo para no decepcionarle, entrando en un mundo que, poco a poco, le estaba arrebatando el alma.
Tenía que tomar una decisión. Lo último que deseaba era ser un calco de su padre: una casa extraordinaria, una mujer espectacular a la que no veía, hijos que casi no conocía… y una amante para asegurar su estatus. Él era diferente y no podía continuar inmerso en una existencia que repetía los patrones que tanto había detestado en aquellos internados, siempre solo, siempre sin referencia paterna. Contaba con un patrimonio suficiente para vivir sin trabajar el resto de su vida y, al ser hijo único, sería el heredero de todo el capital de sus padres. Decidió un cambio drástico para empezar a conocerse, sacó un mapa enorme que guardaba desde niño cuando tuvo que aprender geografía, se centró en España, cerró los ojos y apuntó, al azar, con el dedo un lugar. Cuando miró lo que la suerte le había deparado, ni se inmutó. Doblo cuidadosamente el mapa, y empezó los trámites para trasladarse hasta allí.
Apenas dio ninguna explicación a los compañeros, porque de ninguno era amigo; cuando entró en el deslumbrante despacho de su padre para anunciarle que lo dejaba todo, él ni siquiera tuvo a bien despegar la vista de los documentos que tenía frente a sí. De su madre se despidió por teléfono decepcionándose porque tampoco mostró interés por conocer el lugar donde iba o los motivos de su hijo al tomar aquella decisión. Se hizo palmario que a nadie importaba, que estaba sólo, como siempre.
Necesitó apenas un par de días para dejar el apartamento, gestionar sus cuentas bancarias, y tramitar el billete para viajar hasta aquel pueblo perdido. Se deshizo del coche, de la ropa y todas las fruslerías que ya no iba a necesitar; tan solo su portátil iría consigo en la única maleta que, junto con la mochila que llevaba a la espalda, formaban su exiguo equipaje.
Abrió los ojos y sonrió al ver a la primera persona que caminaba carretera abajo, de camino al pueblo; le produjo una sensación extraña, mezcla de ternura y curiosidad. Se propuso un plan: descansar el tiempo que hiciera falta para que su cuerpo y su alma se recompusieran, empezar a escribir aquella novela que siempre había constituido su ilusión, dar largos paseos por el campo, acercarse a escribir en el recodo del río, justo en una piedra que había descubierto y que parecía colocada a propósito para tal menester… y poco más. Sabía que eso era suficiente para él, le llenaría las horas, y era muy consciente de que no iba a echar de menos a nadie porque nadie dejaba atrás que le importara de verdad.
Un día, sentado a la puerta de casa, pasó un tractor, el conductor le dio de mano en un ademán sencillo y gratificante. Él le devolvió el saludo y la escena se repitió durante unos días, al cabo de los cuales el campesino bajó y se entretuvieron charlando un rato; otro día le esperó para tomar unas cervezas… así hasta que se hicieron amigos. A veces le acompañaba a las tierras y miraba como las labraba, quitaba rastrojos, sembraba o recogía fruto y aquello le subyugó de un modo extraño porque nunca había pensado en el poder del hombre sobre la tierra y lo que ella devolvía a cambio de trabajo, esfuerzo, agua y un poco de calor del sol.
Con el transcurrir del tiempo se dejó caer por el bar a la hora en que los hombres jugaban la partida de cartas y de la mano de su amigo hizo otros; así fue integrándose en la vida de aquel lugar remoto que le devolvió el sosiego. Carecía de planes concretos; dependiendo del tiempo que hiciera, acompañaba a cazar a algún lugareño, daba largos paseos río arriba perdiendo la visión del pueblo tras de sí, y en esos momentos de soledad, renacía como nunca, respiraba a pleno pulmón aquel aire fresco y limpio hasta que se olvidó de su vida anterior; aquel pueblo castellano, apenas una reseña en el mapa, constituía ahora todo su mundo.
Una tarde al regresar de uno de sus larguísimos paseos, se sentó y reparó en el ordenador que yacía junto a la mochila desde su llegada. Lo abrió y ante esa primera página en blanco que constituye la pesadilla de todo escritor, empezó a tocar las teclas con seguridad y decisión. Diríase que las golpeaba con furia, pero era incapaz de parar. Cuando sus extremidades le dieron un aviso doloroso debido a las largas horas sentado sin cambiar de posición, se levantó, fue hacia la ventana y se dio cuenta de que había amanecido, el sol pronto renacería para brillar en otra mañana de invierno; se acercó a aquellas palabras que le brotaron desde su interior más hondo y vio que había llenado suficientes hojas como para dar cuerpo a esa novela con la que siempre soñó. No solo era un testimonio lo que había reflejado en aquellas páginas, era también la necesidad de redimirse a través de ellas, una confesión en primera persona de vivencias, realidades, temores, ausencias y afectos; y también había algo más, un algo indefinible que le proporcionaba una ilusión desconocida que rayaba en el culmen de un sueño, había esperanza.
Mª Soledad Martín Turiño