EL PRÍNCIPE AZUL NO EXISTE    (Castronuevo de los Arcos)

La niña jugaba sobre la alfombra del salón; le habían esparcido todo
tipo de juguetes para que se entretuviera mientras los padres trabajaban:
él en el ordenador atendía sus asuntos; ella, diseñando nuevos anuncios
publicitarios para aquella agencia que la había acogido por su talento y su
creatividad desde hacía unos años. Sentía que debía revalidarse cada día;
así que sus propuestas empezaron a ser originales, un tanto agresivas y
provocadoras y eso a la agencia le encantaba.
La niña, por su parte, veía a sus padres al lado, sin estorbarse y los
tres eran la estampa de una familia feliz. Mariela creció sana en un
ambiente familiar y acogedor, y cuando tenía diez años continuaba jugando
son sus muñecas en la misma alfombra del salón mientras sus padres seguían
con la rutina de siempre. Un día le dijo a su madre que estaba esperando a
un príncipe azul que vendría a buscarla en un caballo blanco; los padres se
miraron con una sonrisa cómplice y sonrieron al unísono, dejaron sus
correspondientes tareas y se acercaron a ella.
- ¿Dónde has escuchado eso? ¿Quién te lo ha dicho?
- Me lo ha dicho la profe en el colegio, que a todas las niñas nos salvará un
príncipe azul montado en un caballo blanco.
Entonces a madre le dijo que nadie tenía que salvarla, que su vida era
suya y que no tenía que pensar en príncipes que no existían y tampoco venían
en caballos blancos para salvar a nadie. Al día siguiente fue a ver a la
profesora y le manifestó su malestar por hacer creer a las niñas esas
historias ya pasadas, carentes de realidad y no prepararlas para el futuro,
para ser independientes, profesionales y no depender de un hombre que las
protegiera.
Aquel colegio, anclado en esa religión acérrima, heredada de una
dictadura añeja cuyas ideas devastaron mentes libres, seguía fiel en algunos
sectores, aunque como colegio brillaba por la calidad de su enseñanza. Sin
embargo, la directora, que era una mujer mayor, chapada a la antigua y daba
clase un día a la semana, imbuía a aquellas niñas ideas obsoletas y
radicalizadas de una época que no tenía nada que ver con la actual.

Mariela fue una niña inteligente que despuntó desde el principio, la
becaron y fue a los mejores colegios; luego estudió en dos universidades
europeas de prestigio donde obtuvo sendos títulos que la prepararon para un
futuro profesional envidiable. A los veinticinco años llegó a casa con un chico
y se lo presentó a sus padres como su prometido; la cosa estaba hecha y fue
anunciar su compromiso y posterior boda en menos de un mes. Los padres,
que desconocían esta relación, se preocuparon porque vieron en aquel
hombre un retroceso a las ambiciones que habían inculcado a su hija, pero
tal y como habían dicho, contrajeron matrimonio.
Al principio las cosas fueron bien, tenían una situación social
magnífica y gozaban de una vida aparentemente perfecta. Una noche,
estaba lloviendo a mares y los padres a punto de acostarse, cuando se
sorprendieron con el timbre de la puerta. Al abrir, la estampa no pudo ser
más desgarradora: su hija empapada les pedía permiso para pasar la noche
con ellos. La cobijaron, la acostaron como si fuera una niña pequeña, entró
en calor y sintió de nuevo la calidez de su casa. A la mañana siguiente sus
padres esperaban para que les diera una explicación; tal cosa no fue
necesaria cuando vieron el rastro de una bofetada cuyas marcas habían
inflamado la mejilla y el ojo derecho. En un ataque de visceralidad, el padre
se levantó, cogió el abrigo y dijo:
- “Voy a matar a ese hijo de puta”, pero Mariela se interpuso diciendo que
había sido culpa suya, que su marido no tenía nada que ver.
Aquella situación se repitió un par de veces más. La última vez
Mariela estaba embarazada de seis meses y cuando llegó a casa de los
padres, sin explicaciones, cogió el teléfono, llamó a la policía y denunció a su
marido; después sentó a los padres en el salón y, tras un largo silencio, les
dijo:
- Tengo que irme, sé que lo que acabo de hacer debí hacerlo mucho antes;
he cometido un grave error, pero le quería y eso pensaba que me salvaría
de todo lo demás. Agradezco vuestro apoyo y vuestra ayuda, pero no
puedo explicaros más. Me han aconsejado, por el riesgo que corre mi
vida, que cambie de lugar, que me mude a otra parte donde nadie me
conozca y así él pueda perder mi rastro. Solo vosotros, a su debido
tiempo, sabréis donde estoy.

Transcurrieron cinco meses y los padres vivían en una perpetua agonía
porque aquel nieto habría nacido ya. Pensaban en su hija sola, en algún lugar,
a salvo, pero pagando un precio muy alto. Entonces recibieron un telegrama
con cuatro palabras:
- Estoy bien, venid con nosotros.
Decidieron vender todas sus propiedades, la casa y sus pertenencias y se
mudaron a aquel lugar lejano donde les esperaba una hija y un nieto con
quien fueron felices el resto de sus vidas.

Mª Soledad Martín Turiño