EL ABUELO
Relato con origen : Castronuevo de los Arcos
El abuelo era un hombre de pocas palabras, algo taciturno, serio, que gustaba estar en casa solo lo necesario para comer o dormir porque la mayoría del tiempo lo aplicaba en solitarias caminatas cuyo destino eran siempre los campos dispersos que constituían su hacienda.
Vivía frugalmente, fumaba demasiado, le gustaba el café que él mismo hacía cargándolo en exceso y esparciendo el aroma por toda la casa, o tomándolo en el bar después de comer mientras jugaba la partida.
He ido recopilando anécdotas de este hombre por quien siempre sentí una predilección especial; así he sabido que educó a sus hijos con mano firme, dos buenos muchachos que trabajaron la tierra desde críos para ayudar en las tareas del campo desaprovechando la ocasión de haber hecho unos estudios en la capital, algo impensable para aquel hombre recio que ponía por delante el duro trabajo en el pueblo antes que los libros en Zamora.
Sé que fue un padre riguroso, que no mostraba sus sentimientos ni era proclive a la palmada en la espalda cuando lo merecían; lo más que hacía era sonreír socarronamente con una pizca de orgullo mal disimulado cuando alguno de sus hijos –o los dos- sobresalían en cazar, arar una tierra o ser el más diestro en la fragua o en una carrera a caballo.
Sin embargo, con su única hija tenía un comportamiento radicalmente distinto; bastaba que tuviera un pequeño capricho para concedérselo, aunque la madre no estuviera de acuerdo; así ocurrió cuando la hija quiso bordar una mantilla, que la llevó a Zamora para darle la sorpresa y adquirir lo necesario para la confección del velo. También se notaba que era la niña de sus ojos en la forma de mirarla, con arrobo y con un embeleso que no engañaba a nadie.
Dicen que esas pequeñas predilecciones suelen ser mutuas y, puedo asegurar que en este caso sí que lo eran, pues padre e hija sintieron un apego especial hasta el mismo día de la muerte del abuelo, cuando la hija no se movió de la cabecera de la cama y él, en el umbral de la muerte, le pedía que se cuidara, que comiera, que descansara…
El abuelo fue un hombre de campo y ese amor me lo transmitió a mí desde niña. Gusto decir que quienes amamos tanto el agro llevamos un poco de tierra en la sangre, somos parte de ella y con ella nos fundimos al final de la vida. La tierra nos da alimento, trabajo, vida, y cobijo tras la muerte; por eso, tal vez, no tememos al final, porque sabemos que estaremos a buen recaudo en el camposanto a la salida del pueblo hasta que nos convirtamos en polvo y formemos ya parte de ella.
Vivía frugalmente, fumaba demasiado, le gustaba el café que él mismo hacía cargándolo en exceso y esparciendo el aroma por toda la casa, o tomándolo en el bar después de comer mientras jugaba la partida.
He ido recopilando anécdotas de este hombre por quien siempre sentí una predilección especial; así he sabido que educó a sus hijos con mano firme, dos buenos muchachos que trabajaron la tierra desde críos para ayudar en las tareas del campo desaprovechando la ocasión de haber hecho unos estudios en la capital, algo impensable para aquel hombre recio que ponía por delante el duro trabajo en el pueblo antes que los libros en Zamora.
Sé que fue un padre riguroso, que no mostraba sus sentimientos ni era proclive a la palmada en la espalda cuando lo merecían; lo más que hacía era sonreír socarronamente con una pizca de orgullo mal disimulado cuando alguno de sus hijos –o los dos- sobresalían en cazar, arar una tierra o ser el más diestro en la fragua o en una carrera a caballo.
Sin embargo, con su única hija tenía un comportamiento radicalmente distinto; bastaba que tuviera un pequeño capricho para concedérselo, aunque la madre no estuviera de acuerdo; así ocurrió cuando la hija quiso bordar una mantilla, que la llevó a Zamora para darle la sorpresa y adquirir lo necesario para la confección del velo. También se notaba que era la niña de sus ojos en la forma de mirarla, con arrobo y con un embeleso que no engañaba a nadie.
Dicen que esas pequeñas predilecciones suelen ser mutuas y, puedo asegurar que en este caso sí que lo eran, pues padre e hija sintieron un apego especial hasta el mismo día de la muerte del abuelo, cuando la hija no se movió de la cabecera de la cama y él, en el umbral de la muerte, le pedía que se cuidara, que comiera, que descansara…
El abuelo fue un hombre de campo y ese amor me lo transmitió a mí desde niña. Gusto decir que quienes amamos tanto el agro llevamos un poco de tierra en la sangre, somos parte de ella y con ella nos fundimos al final de la vida. La tierra nos da alimento, trabajo, vida, y cobijo tras la muerte; por eso, tal vez, no tememos al final, porque sabemos que estaremos a buen recaudo en el camposanto a la salida del pueblo hasta que nos convirtamos en polvo y formemos ya parte de ella.
Mª Soledad Martín Turiño