DEMASIADO TARDE
(Castronuevo de los Arcos)
A menudo se quejaba del abandono que sentía por parte de su marido,
de esa dedicación casi obsesiva hacia su familia por aquello de considerarse
el hombre de la casa, único hijo y único hermano desde que falleció su
padre, y la responsabilidad que él mismo se autoimponía.
Ni su mujer, ni sus hijos, con los que había formado otra familia, la
que debería ser la primera, parecían ser su prioridad; por la mañana
trabajaba y las tardes solía dedicarlas a ellas.
Ella casi hubiera preferido otra mujer, por lo menos hubiera sido una
digna rival con quien competir. Pasaba los días sola atendiendo a su padre
enfermo, además de los hijos, que ya eran cuatro, y a veces se absorbía con
el trabajo que le daban todos para no pensar. A medida que se fueron
haciendo mayores, ella se sintió más sola porque no la necesitaban y
entonces empezó de verdad su calvario. Tal vez no lo gestionó bien, quizá
fuera que siempre había esperado a aquel príncipe azul de las novelas que
vendría a rescatarla a lomos de un caballo blanco y se la llevaría a un país
maravilloso donde todo sería pura felicidad, como en las novelas que leía en
su solitaria juventud.
Él era un hombre bueno, responsable, trabajador, respetuoso,
honesto, tal vez frio en la manera de mostrar sus sentimientos; sin
embargo, ella era puro volcán reprimido que necesitaba algún halago de vez
en cuando, una palabra amable, una caricia, que alguien le dijera que lo
estaba haciendo bien; sin embargo, esas palabras no llegaban nunca.
Con el tiempo, dos de los hijos se habían ido de casa después de
estudiar sus respectivas carreras y posicionarse con sus correspondientes
trabajos; la soledad ahora era más enorme que nunca. A veces se sentaban
frente a frente y apenas tenían nada que decirse. Al poco tiempo se
quedaron solos definitivamente; los padres de ambos murieron y se dieron
cuenta de que eran dos viejos que no habían disfrutado de la vida. Entonces
él se aferró a ella como una tabla de salvación para vencer la soledad en la
que estaba inmerso; sin embargo, ella, que había aprendido a fuerza de
golpes, tiraba para adelante acarreando sus miedos, pero ya sin soñar con
vidas irreales y quiméricas que nunca se llevarían a efecto.
Tal era la disposición de él, que no la dejaba ni a sol ni a sombra, y a
ella esta persecución le resultaba molesta, porque había aprendido a
disfrutar de su propia soledad, a no esperar nada de nadie, y el hecho de
salir a la calle a dar un paseo, mirar escaparates, o entrar en una cafetería
eran pequeños rituales que, de vez en cuando, le gustaba hacer en solitario.
Cuando salían iban agarrados de la mano o del brazo, más por
costumbre que por la demostración en sí de ser una pareja unida. Sin
embargo, y contra toda lógica, poco a poco empezaron a unirse ambas
soledades y se dieron cuenta de que resultaba muy difícil vivir el uno sin el
otro. Ella siempre más independiente, añoraba de vez en cuando campar a
sus anchas, así que se inventaba tareas fuera de casa que no la obligaran a
tener compañía, y con eso era suficiente. A veces entraba en la iglesia que
había sido su refugio durante años, miraba las imágenes del Cristo
crucificado a quien tanto había rezado y al que tantas velas había puesto, y
un día le dijo:
- “Ya lo has hecho, me lo has concedido, tarde, pero lo has hecho”. Luego
salía del templo y se encaminaba a casa donde ahora, ya con una cierta
ilusión, esperaba una persona que se alegraría de verla.
Mª Soledad Martín Turiño