CUANDO, AL FIN, SALGAMOS
Relato con origen : Castronuevo de los Arcos
Cuando al fin salgamos, el mundo será más grande, habremos perdido gente pero recuperaremos abrazos, habremos aprendido la lección y tendremos que dar gracias porque si algo hemos descubierto es que la vida es un fino velo que puede rasgarse en cualquier momento. Habrá que llorar a los muertos, consolar a sus familias, animar a los amigos...y, al mismo tiempo, podremos gritar a pleno pulmón, disfrutar nuestra recién ganada libertad y otra vez los parques volverán a estar llenos de niños y las calles plenas de gente, regresará la actividad y todos arrimaremos el hombro para levantar el país y recuperar un poco la maltrecha economía en la medida de nuestras posibilidades.
Espero que no perdamos la memoria de lo ocurrido durante el tiempo de confinamiento, y que no nos llegue ese instante de debilidad que ofusque la mente y nos haga olvidar lo que hemos vivido, y cuando todo esto haya pasado (que pasará), seamos muy conscientes de que existen a nuestro alrededor toda una serie de personas que nos protegen, ayudan y cobijan; son personas que pasan desapercibidas cada día pero que forman un espacio protector en torno a nosotros, como las alas de los ángeles; eso no debemos ignorarlo nunca. Ahora, con la pandemia del coronavirus, se han manifestado; los hemos visto en hospitales, patrullando las calles, proveyéndonos de alimentos, vigilando para que respetemos la reclusión; han llevado ayuda donde se necesitaba, desinfectando calles, residencias y pueblos enteros.
Cuando salgamos, el abrazo será más estrecho, el beso más largo, nos querremos más siquiera porque se lo debemos a quienes ya no pueden compartir su tiempo con nosotros; habremos vencido al virus, habremos vencido a la soledad pero, sobre todo, habremos recuperado la libertad porque nada es tan preciado como ser libres aunque sea para llevar la vida rutinaria de la que tanto nos quejamos.
El día en que salgamos, muchos querremos entrar en alguna de las iglesias, resguardados por el silencio, a la atardecida, cuando apenas entran unos rayos de sol filtrándose por entre las vidrieras. Yo me sentaré en la parte de atrás del templo y ni siquiera será necesario expresar una sola palabra porque el Cristo que hoy sigue crucificado conoce perfectamente mis sentimientos, mis peticiones y los agradecimientos que le envío en forma de oración varias veces al día. Me acercaré al altar de la Virgen de la Soledad que es mi preferido porque en esa talla austera y elegante encuentro una inusitada paz, encenderé unas velas en reconocimiento por mi gente y para que en el futuro no llegue una desgracia similar a esta que nos rompa la vida.
Cuando, al fin, salgamos, hemos de recuperar muchas fiestas: habrá velas de cumpleaños que aún no se han soplado; citas con familia y amigos que ahora serán mucho más verdaderas; algunos regresaremos a zonas aisladas para observar la naturaleza en su inmensidad: una playa vacía, un jardín, una montaña... y la propia naturaleza nos enseñará en su incontestable sabiduría que hay que seguir adelante, que el invierno pasa y da lugar a la primavera, que nada es tan bello como una puesta de sol o un amanecer y que, si estamos con aquellos que amamos, no existe pandemia que pueda abatirnos, porque el amor siempre vencerá al dolor e incluso a la propia muerte.
Espero que no perdamos la memoria de lo ocurrido durante el tiempo de confinamiento, y que no nos llegue ese instante de debilidad que ofusque la mente y nos haga olvidar lo que hemos vivido, y cuando todo esto haya pasado (que pasará), seamos muy conscientes de que existen a nuestro alrededor toda una serie de personas que nos protegen, ayudan y cobijan; son personas que pasan desapercibidas cada día pero que forman un espacio protector en torno a nosotros, como las alas de los ángeles; eso no debemos ignorarlo nunca. Ahora, con la pandemia del coronavirus, se han manifestado; los hemos visto en hospitales, patrullando las calles, proveyéndonos de alimentos, vigilando para que respetemos la reclusión; han llevado ayuda donde se necesitaba, desinfectando calles, residencias y pueblos enteros.
Cuando salgamos, el abrazo será más estrecho, el beso más largo, nos querremos más siquiera porque se lo debemos a quienes ya no pueden compartir su tiempo con nosotros; habremos vencido al virus, habremos vencido a la soledad pero, sobre todo, habremos recuperado la libertad porque nada es tan preciado como ser libres aunque sea para llevar la vida rutinaria de la que tanto nos quejamos.
El día en que salgamos, muchos querremos entrar en alguna de las iglesias, resguardados por el silencio, a la atardecida, cuando apenas entran unos rayos de sol filtrándose por entre las vidrieras. Yo me sentaré en la parte de atrás del templo y ni siquiera será necesario expresar una sola palabra porque el Cristo que hoy sigue crucificado conoce perfectamente mis sentimientos, mis peticiones y los agradecimientos que le envío en forma de oración varias veces al día. Me acercaré al altar de la Virgen de la Soledad que es mi preferido porque en esa talla austera y elegante encuentro una inusitada paz, encenderé unas velas en reconocimiento por mi gente y para que en el futuro no llegue una desgracia similar a esta que nos rompa la vida.
Cuando, al fin, salgamos, hemos de recuperar muchas fiestas: habrá velas de cumpleaños que aún no se han soplado; citas con familia y amigos que ahora serán mucho más verdaderas; algunos regresaremos a zonas aisladas para observar la naturaleza en su inmensidad: una playa vacía, un jardín, una montaña... y la propia naturaleza nos enseñará en su incontestable sabiduría que hay que seguir adelante, que el invierno pasa y da lugar a la primavera, que nada es tan bello como una puesta de sol o un amanecer y que, si estamos con aquellos que amamos, no existe pandemia que pueda abatirnos, porque el amor siempre vencerá al dolor e incluso a la propia muerte.
Mª Soledad Martín Turiño