CON LA QUIMERA A CUESTAS
Relato con origen : Castronuevo de los Arcos
La mitad de su vida la pasaba soñando y existiendo en mundos paralelos con situaciones diferentes y personas reales que le habían marcado en un determinado momento. Era una ensoñación consciente que le proporcionaba momentos felices en los que iba redecorando el ambiente y los escenarios eran exactamente como quería que fueran, algo sencillo que no restara protagonismo a las personas que eran las realmente importantes. El espacio podía ser el recodo de una calle o un par de estancias que se relegaban de manera voluntaria a un segundo plano como si el objetivo de su cámara quisiera enfocar tan solo a los actores confiriéndoles una vida centrada en escenarios reales. Los primeros planos resultaban vitales, nada de panorámicas o escenas amplias; no era preciso; tan solo dos personas que se encuentran tras largo tiempo de ausencia, un abrazo interminable, miradas que expresan lo que los labios callan, silencio….
Siempre le cautivaron los reencuentros porque proporcionan una ingente información de vidas pasadas, de historias distintas que un día confluyen para descubrir la verdadera esencia en las cosas pequeñas, con la sabiduría que solo se alcanza a través del tiempo, de años que han ido modelando la personalidad y los sentimientos a fuerza de vicisitudes no siempre amables; vidas que transcurren en lugares diversos para regresar un día a morir en ese pedazo de tierra que les vio nacer y donde, sin saberlo, la vida les había ido conduciendo a lo largo de los años.
Soñaba que se hacían realidad, realidad que se adornaba como si fuera un sueño ¡quién sabe dónde está el límite! Puede que la llave de la felicidad sea precisamente descubrir esa respuesta; sin embargo cuando muere el día y llega el instante preciso de estar a solas con uno mismo, ese momento donde caen las caretas, se relaja la mandíbula acostumbrada a sonreír adecuadamente, cuando el cuerpo se arrellana en una postura cómoda, lejos de la compostura políticamente establecida; ese es el momento más temido porque es el más real, el auténtico; no hacen falta espejos, estar a solas con uno mismo es la mejor forma de conocerse, en total libertad, y no pocas veces se descubren sentimientos curiosos o pensamientos que nos arrastran porque bullen por emerger al exterior, sin las ataduras a las que los sometemos persuadidos por esta realidad en ocasiones tan ficticia. Son instantes únicos, donde no valen las medias verdades, porque el alma se desnuda sin pudor alguno para hacernos conscientes de lo maravilloso que es ser libres, para arrojar siquiera momentáneamente las cadenas de la cotidianidad y, a solas, conocernos un poco más.
Un día, hace tanto tiempo que casi ni recordaba, se propuso con el tesón heredado de sus ancestros, alejarse del pueblo con la pretensión de conocer mundo y formarse, así, un futuro mejor. Sabía que regresaría tarde o temprano, con vida o sin ella, al terruño del que entonces partía, era ésta quizá la única certeza que llevaba en su mochila.
En otras tierras se fue llenando de vivencias, conoció a gentes varias, se formó académicamente, obtuvo sonados premios por sus logros y la vida le sonreía en casi todas sus facetas; sin embargo, en lo más profundo de su alma, era consciente de que algo le faltaba: echaba de menos la tierra arada del invierno, las espigas del verano, el río serpenteante, la vieja iglesia y aquellas casas siempre cerradas que habían acunado su infancia. La vida la encadenó mes tras mes, año tras año y un día, sin darse cuenta de la evolución que había constituido aquella existencia que se le antojaba coja, se descubrió en una pre ancianidad que le sorprendía y preocupaba. Entonces, una tarde de otoño, miró por la ventana de su casa el panorama que tanto conocía: árboles, ir y venir de gentes, edificios…. y un resorte saltó con fuerza desde su interior para decir: ¡basta!
No fueron precisas las palabras; ya a nadie dejaba tras de sí. Cogió la vieja maleta que había sido su fiel compañera por medio mundo, la llenó con lo indispensable, dispuso unas cuantas órdenes para vecinos y amigos y cerró su casa en la seguridad de que no regresaría. Ni siquiera miró atrás, el impulso de avanzar era demasiado fuerte, se ilusionaba con cada paso, el corazón le saltaba frenéticamente en el pecho y una sonrisa permanente se dibujaba en su rostro de manera inconsciente; era la primera vez que se sentía tan feliz. Caminó hasta la estación e hizo realidad el sueño que la había perseguido en sus días de vida activa cuando resultaba tentador pasar cada mañana por aquel apeadero y que se le viniera a la cabeza un pensamiento de huida. Qué experiencia tan interesante hubiera sido cruzar la acera, ir directamente a la taquilla y tomar un tren con destino a una ciudad pequeña, algo perdida, alejada de ruido, contaminación, provocaciones, irritabilidad... acechando desde primera hora del día, dejarse llevar arrellanada en el vagón mientras el paisaje cambiaba a velocidad y al cabo de unas horas amanecer en otro lugar, desconocido, con el reto de investigarlo, de pasearlo, de vivirlo de verdad.
Sin embargo, aunque tales pensamientos se sucedían cada día, nunca fue capaz de cruzar esa acera que la separaba del destino soñado; en lugar de eso sus pasos se dirigían obstinadamente hacia su puesto de trabajo en uno de los lugares más emblemáticos y céntricos de Madrid donde llegaba vencida por la rutina. El despacho, que compartía con otras cuatro personas era grande, con dos enormes ventanales desde los que se divisaba el Paseo del Prado, el parque del Retiro, los Jerónimos, el Museo del Prado, el hotel Ritz, el pirulí y una vasta panorámica de edificios señoriales propios de una de las zonas más cotizadas de la ciudad.
Le agradaba su trabajo y la gente con quienes compartía cada mañana, pero eran demasiados años de vida laboral que pasaban una factura de agotamiento y de rutina, sin estímulo ni reto alguno porque todo se había probado ya. Así transcurrieron los años y llegó la ansiada jubilación, aquella sorpresa que le deparó la vida y una soledad que no le sorprendió; así que aquella mañana sí, se encaminó a la estación y subió al primer tren que le transportaría hasta sus orígenes; no sabía más ni tampoco le hacía falta. Solo pensaba en regresar a una nueva vida que le abría sus brazos con la ilusión de quien ama el merecido reencuentro con el que siempre había soñado.
Siempre le cautivaron los reencuentros porque proporcionan una ingente información de vidas pasadas, de historias distintas que un día confluyen para descubrir la verdadera esencia en las cosas pequeñas, con la sabiduría que solo se alcanza a través del tiempo, de años que han ido modelando la personalidad y los sentimientos a fuerza de vicisitudes no siempre amables; vidas que transcurren en lugares diversos para regresar un día a morir en ese pedazo de tierra que les vio nacer y donde, sin saberlo, la vida les había ido conduciendo a lo largo de los años.
Soñaba que se hacían realidad, realidad que se adornaba como si fuera un sueño ¡quién sabe dónde está el límite! Puede que la llave de la felicidad sea precisamente descubrir esa respuesta; sin embargo cuando muere el día y llega el instante preciso de estar a solas con uno mismo, ese momento donde caen las caretas, se relaja la mandíbula acostumbrada a sonreír adecuadamente, cuando el cuerpo se arrellana en una postura cómoda, lejos de la compostura políticamente establecida; ese es el momento más temido porque es el más real, el auténtico; no hacen falta espejos, estar a solas con uno mismo es la mejor forma de conocerse, en total libertad, y no pocas veces se descubren sentimientos curiosos o pensamientos que nos arrastran porque bullen por emerger al exterior, sin las ataduras a las que los sometemos persuadidos por esta realidad en ocasiones tan ficticia. Son instantes únicos, donde no valen las medias verdades, porque el alma se desnuda sin pudor alguno para hacernos conscientes de lo maravilloso que es ser libres, para arrojar siquiera momentáneamente las cadenas de la cotidianidad y, a solas, conocernos un poco más.
Un día, hace tanto tiempo que casi ni recordaba, se propuso con el tesón heredado de sus ancestros, alejarse del pueblo con la pretensión de conocer mundo y formarse, así, un futuro mejor. Sabía que regresaría tarde o temprano, con vida o sin ella, al terruño del que entonces partía, era ésta quizá la única certeza que llevaba en su mochila.
En otras tierras se fue llenando de vivencias, conoció a gentes varias, se formó académicamente, obtuvo sonados premios por sus logros y la vida le sonreía en casi todas sus facetas; sin embargo, en lo más profundo de su alma, era consciente de que algo le faltaba: echaba de menos la tierra arada del invierno, las espigas del verano, el río serpenteante, la vieja iglesia y aquellas casas siempre cerradas que habían acunado su infancia. La vida la encadenó mes tras mes, año tras año y un día, sin darse cuenta de la evolución que había constituido aquella existencia que se le antojaba coja, se descubrió en una pre ancianidad que le sorprendía y preocupaba. Entonces, una tarde de otoño, miró por la ventana de su casa el panorama que tanto conocía: árboles, ir y venir de gentes, edificios…. y un resorte saltó con fuerza desde su interior para decir: ¡basta!
No fueron precisas las palabras; ya a nadie dejaba tras de sí. Cogió la vieja maleta que había sido su fiel compañera por medio mundo, la llenó con lo indispensable, dispuso unas cuantas órdenes para vecinos y amigos y cerró su casa en la seguridad de que no regresaría. Ni siquiera miró atrás, el impulso de avanzar era demasiado fuerte, se ilusionaba con cada paso, el corazón le saltaba frenéticamente en el pecho y una sonrisa permanente se dibujaba en su rostro de manera inconsciente; era la primera vez que se sentía tan feliz. Caminó hasta la estación e hizo realidad el sueño que la había perseguido en sus días de vida activa cuando resultaba tentador pasar cada mañana por aquel apeadero y que se le viniera a la cabeza un pensamiento de huida. Qué experiencia tan interesante hubiera sido cruzar la acera, ir directamente a la taquilla y tomar un tren con destino a una ciudad pequeña, algo perdida, alejada de ruido, contaminación, provocaciones, irritabilidad... acechando desde primera hora del día, dejarse llevar arrellanada en el vagón mientras el paisaje cambiaba a velocidad y al cabo de unas horas amanecer en otro lugar, desconocido, con el reto de investigarlo, de pasearlo, de vivirlo de verdad.
Sin embargo, aunque tales pensamientos se sucedían cada día, nunca fue capaz de cruzar esa acera que la separaba del destino soñado; en lugar de eso sus pasos se dirigían obstinadamente hacia su puesto de trabajo en uno de los lugares más emblemáticos y céntricos de Madrid donde llegaba vencida por la rutina. El despacho, que compartía con otras cuatro personas era grande, con dos enormes ventanales desde los que se divisaba el Paseo del Prado, el parque del Retiro, los Jerónimos, el Museo del Prado, el hotel Ritz, el pirulí y una vasta panorámica de edificios señoriales propios de una de las zonas más cotizadas de la ciudad.
Le agradaba su trabajo y la gente con quienes compartía cada mañana, pero eran demasiados años de vida laboral que pasaban una factura de agotamiento y de rutina, sin estímulo ni reto alguno porque todo se había probado ya. Así transcurrieron los años y llegó la ansiada jubilación, aquella sorpresa que le deparó la vida y una soledad que no le sorprendió; así que aquella mañana sí, se encaminó a la estación y subió al primer tren que le transportaría hasta sus orígenes; no sabía más ni tampoco le hacía falta. Solo pensaba en regresar a una nueva vida que le abría sus brazos con la ilusión de quien ama el merecido reencuentro con el que siempre había soñado.
Mª Soledad Martín Turiño