CASTRONUEVO CON LOS CINCO SENTIDOS
(Castronuevo de los Arcos)
Castronuevo es uno de esos pueblos castellanos que aparecen en letra pequeña en los mapas y que no tiene una relevancia histórica concreta: no ha sido cuna de grandes personajes, ni ha destacado especialmente por algún avatar que le confiera una identidad específica de nobleza. Se trata de un pueblo más de la llanura, pero es el pueblo de mis antepasados, donde me crié y donde viví los primeros años, esa época que marca a fuego la existencia posterior.
De sus gentes aprendí a vivir, entre sus calles me perdía para confundirme con las casas, bajaba hasta el río, subía a la villa y revivía las historias que oí siendo niña y que hablaban de tesoros ocultos y tractores que se hundían en una profundidad de secretos y riquezas. Otras veces caminaba por la carretera: bien dando un paseo hacia el cementerio en dirección Villalpando, yendo junto al terraplén y las viejas escuelas de niñas en dirección Zamora, o bien orillando el río y perdiéndome luego entre la carretera en dirección a Toro.
Aquellos caminos los he rememorado a lo largo del tiempo, cuando el destino quiso que me alejara del pueblo y continuara mi vida en ciudades alejadas del lugar que me vio nacer, pero la intensidad del recuerdo, revivido a diario en la distancia, ha propiciado que ahora, desde la madurez y con los años y la experiencia a mis espaldas, cumpla con la obligación que contraje conmigo misma de no perder en el olvido aquellos recuerdos, para mí tan importantes.
Este es el motivo que me ha llevado a retroceder en el tiempo y plasmar en papel vivencias, sentimientos, actitudes y referentes de un pueblo que llevo en el alma como orgullo y bandera. Pensar en Castronuevo, además de producirme siempre una sensación de bienestar, es notar como se agudizan los sentidos. Cada paso que se acerca al pueblo me evoca un sentimiento, y muchos ellos quedan reflejados y circunscritos a los cinco órganos que los representan.
VISTA: Veo el pico de la torre a la entrada de la población, las primeras casas que se perfilan a lo lejos desde el cementerio, la carretera que bifurca el pueblo, y es camino a la vez que paseo, la vieja laguna -ahora frontón y centro de recreo-, el antiguo juego de pelota, la parada del autobús-correo que pasa dos veces al día y comunica el pueblo con Zamora y otros aledaños, el terraplén y la escuela de niñas al final del pueblo y allá, algo más lejos, de nuevo el campo a ambas orillas de la carretera.
Si me adentro entre las casas, percibo la soledad de un pueblo castellano, como tantos otros, que parecen fantasmas, porque la gente apenas sale de sus casas. Si acaso se nota la existencia de sus moradores en las puertas cubiertas en verano por un entoldado que las protege del sol implacable y se convierte en señal de que están habitadas, o en ocasiones un improvisado jardín a la entrada o unas macetas con geranios ante la puerta ponen la nota de color a la parquedad de las viviendas; y también presiento las miradas curiosas tras los visillos de las ociosas mujeres escrutando a quienquiera que pasa por delante de su casa amparadas en la seguridad de su anonimato.
Veo el cielo estrellado en noches de insomnio y el increíble azul con que nos obsequia cada día, un color inigualable de vida y esperanza que nos cubre como un manto virginal, y distingo un verde tapiz salpicado por las mil florecillas que cubren la villa durante la primavera, y que dan lugar, tras los rigores del estío a una cosecha de cardos perennes a lo largo del invierno.
OIDO: Escucho el variopinto repicar de las campanas: a misa, a novena, a difuntos… con sus correspondientes llamadas: las primeras, las segundas, las terceras y la entrada; oigo también el continuo tic-tac del reloj de pared en la cocina y su sonar contando los cuartos, las medias y las horas en punto. Siento los pasos de alguien que se acerca, con el rumor de zapatillas contra el suelo terroso, que se hacen más nítidas a medida que van acercándose y luego se desvanecen suavemente en la lejanía, o el ruido de un tractor que se va aproximando y la polvorienta estela que deja a su paso. Me recreo los días de lluvia con el chapoteo de las gotas caudalosas contra el suelo que dejan su rastro villa abajo, o los mil sonidos del ganado al pasar junto a un corral o al bajar a los establos.
Percibo con atención el canto de los grillos y las chicharras en los ardientes atardeceres del estío, el silencio desde aquel recodo de la villa donde solía perderme para leer o escribir sin ser vista, o la soledad a la orilla del río Valderaduey a su paso por el pueblo, acompasada por el ligero caudal que se deslizaba entre los juncos, de los que de vez en cuando saltaba alguna rana rompiendo el armónico discurrir del agua, y el constante zumbido de los cables de alta tensión en la ladera de la villa.
OLFATO: Huelo a tierra mojada, a pan recién hecho, a rocío mañanero, a paja secándose en el campo, a establo, a limpio, a leña recién cortada, a ropa blanca oreándose al sol, al guiso que se cuece lentamente al fuego, al humo que sale por las chimeneas, a la seca polvareda que se levanta tras una ráfaga de aire. Huelo a vida en cada mata que arranco del campo, en cada fruto cultivado con manos sabias, en el aroma de cada flor silvestre, en la mezcla de cuadra y paja que inunda el pueblo o a la colada limpia guardada entre jabón de olor en los armarios... y huelo también a anís "del mono" o "de las cadenas", a aguardiente o al café negro y ligeramente espeso que hacía mi abuelo al levantarse y cuyo aroma inundaba la casa desde primera hora.
GUSTO: Castronuevo me sabe a chorizo y torreznos de matanza, a onza de chocolate en la merienda, a generosa hogaza de pan, al pollo en pepitoria de los días de fiesta, a los mil postres caseros diferentes y saludables hechos en el horno del pueblo y amasados por las manos de las mujeres de mi pueblo: bizcochos, rosquillas de anís, brazos de gitano, bollos de Santa Águeda, mantecadas, enharinados, bizcochos borrachos, magdalenas, flores, flanes, aceitadas, leche frita, cuajada...sabores, en fin, que formaron parte de mi infancia.
TACTO: Me gusta acariciar las manos encallecidas de los hombres del campo castellano: rudas, gruesas y ásperas como su carácter, pero de las que emana la vida, manos sabias que desgranan el cereal con presteza o que ayudan a nacer o a morir a un animal doméstico, sea cabra, cerdo, conejo, gallina, vaca o asno; manos que acarician sin suavidad, porque no entienden de sutilezas, pero que saben dar lo mejor de sí mismas aún en su aspereza. Acaricio también las manos de las mujeres castellanas, gruesas, con sabañones, nada cuidadas, que no conocen los afeites urbanos, ni pueden permitírselos porque deben trajinar con ellas a cada momento en los mil quehaceres domésticos de una casa rural; manos que, no obstante, elaboran con ingenio esas filigranas en los manteles de hilo y colchas de ganchillo o las riquezas culinarias, sobre todo en repostería, que hacen las delicias de los paladares más exigentes.
Percibo la tibieza de la brisa fresca de la mañana, el rigor implacable del aire seco y cortante en el verano, el agua de lluvia que empapa mi cuerpo y aclara mi mente o las oleadas de grano que se mecen al son del viento en el campo acariciadas por mi mano. ¡Se inundan tanto de sensaciones los sentidos...!
Castronuevo es uno de esos pueblos castellanos que aparecen en letra pequeña en los mapas y que no tiene una relevancia histórica concreta: no ha sido cuna de grandes personajes, ni ha destacado especialmente por algún avatar que le confiera una identidad específica de nobleza. Se trata de un pueblo más de la llanura, pero es el pueblo de mis antepasados, donde me crié y donde viví los primeros años, esa época que marca a fuego la existencia posterior.
De sus gentes aprendí a vivir, entre sus calles me perdía para confundirme con las casas, bajaba hasta el río, subía a la villa y revivía las historias que oí siendo niña y que hablaban de tesoros ocultos y tractores que se hundían en una profundidad de secretos y riquezas. Otras veces caminaba por la carretera: bien dando un paseo hacia el cementerio en dirección Villalpando, yendo junto al terraplén y las viejas escuelas de niñas en dirección Zamora, o bien orillando el río y perdiéndome luego entre la carretera en dirección a Toro.
Aquellos caminos los he rememorado a lo largo del tiempo, cuando el destino quiso que me alejara del pueblo y continuara mi vida en ciudades alejadas del lugar que me vio nacer, pero la intensidad del recuerdo, revivido a diario en la distancia, ha propiciado que ahora, desde la madurez y con los años y la experiencia a mis espaldas, cumpla con la obligación que contraje conmigo misma de no perder en el olvido aquellos recuerdos, para mí tan importantes.
Este es el motivo que me ha llevado a retroceder en el tiempo y plasmar en papel vivencias, sentimientos, actitudes y referentes de un pueblo que llevo en el alma como orgullo y bandera. Pensar en Castronuevo, además de producirme siempre una sensación de bienestar, es notar como se agudizan los sentidos. Cada paso que se acerca al pueblo me evoca un sentimiento, y muchos ellos quedan reflejados y circunscritos a los cinco órganos que los representan.
VISTA: Veo el pico de la torre a la entrada de la población, las primeras casas que se perfilan a lo lejos desde el cementerio, la carretera que bifurca el pueblo, y es camino a la vez que paseo, la vieja laguna -ahora frontón y centro de recreo-, el antiguo juego de pelota, la parada del autobús-correo que pasa dos veces al día y comunica el pueblo con Zamora y otros aledaños, el terraplén y la escuela de niñas al final del pueblo y allá, algo más lejos, de nuevo el campo a ambas orillas de la carretera.
Si me adentro entre las casas, percibo la soledad de un pueblo castellano, como tantos otros, que parecen fantasmas, porque la gente apenas sale de sus casas. Si acaso se nota la existencia de sus moradores en las puertas cubiertas en verano por un entoldado que las protege del sol implacable y se convierte en señal de que están habitadas, o en ocasiones un improvisado jardín a la entrada o unas macetas con geranios ante la puerta ponen la nota de color a la parquedad de las viviendas; y también presiento las miradas curiosas tras los visillos de las ociosas mujeres escrutando a quienquiera que pasa por delante de su casa amparadas en la seguridad de su anonimato.
Veo el cielo estrellado en noches de insomnio y el increíble azul con que nos obsequia cada día, un color inigualable de vida y esperanza que nos cubre como un manto virginal, y distingo un verde tapiz salpicado por las mil florecillas que cubren la villa durante la primavera, y que dan lugar, tras los rigores del estío a una cosecha de cardos perennes a lo largo del invierno.
OIDO: Escucho el variopinto repicar de las campanas: a misa, a novena, a difuntos… con sus correspondientes llamadas: las primeras, las segundas, las terceras y la entrada; oigo también el continuo tic-tac del reloj de pared en la cocina y su sonar contando los cuartos, las medias y las horas en punto. Siento los pasos de alguien que se acerca, con el rumor de zapatillas contra el suelo terroso, que se hacen más nítidas a medida que van acercándose y luego se desvanecen suavemente en la lejanía, o el ruido de un tractor que se va aproximando y la polvorienta estela que deja a su paso. Me recreo los días de lluvia con el chapoteo de las gotas caudalosas contra el suelo que dejan su rastro villa abajo, o los mil sonidos del ganado al pasar junto a un corral o al bajar a los establos.
Percibo con atención el canto de los grillos y las chicharras en los ardientes atardeceres del estío, el silencio desde aquel recodo de la villa donde solía perderme para leer o escribir sin ser vista, o la soledad a la orilla del río Valderaduey a su paso por el pueblo, acompasada por el ligero caudal que se deslizaba entre los juncos, de los que de vez en cuando saltaba alguna rana rompiendo el armónico discurrir del agua, y el constante zumbido de los cables de alta tensión en la ladera de la villa.
OLFATO: Huelo a tierra mojada, a pan recién hecho, a rocío mañanero, a paja secándose en el campo, a establo, a limpio, a leña recién cortada, a ropa blanca oreándose al sol, al guiso que se cuece lentamente al fuego, al humo que sale por las chimeneas, a la seca polvareda que se levanta tras una ráfaga de aire. Huelo a vida en cada mata que arranco del campo, en cada fruto cultivado con manos sabias, en el aroma de cada flor silvestre, en la mezcla de cuadra y paja que inunda el pueblo o a la colada limpia guardada entre jabón de olor en los armarios... y huelo también a anís "del mono" o "de las cadenas", a aguardiente o al café negro y ligeramente espeso que hacía mi abuelo al levantarse y cuyo aroma inundaba la casa desde primera hora.
GUSTO: Castronuevo me sabe a chorizo y torreznos de matanza, a onza de chocolate en la merienda, a generosa hogaza de pan, al pollo en pepitoria de los días de fiesta, a los mil postres caseros diferentes y saludables hechos en el horno del pueblo y amasados por las manos de las mujeres de mi pueblo: bizcochos, rosquillas de anís, brazos de gitano, bollos de Santa Águeda, mantecadas, enharinados, bizcochos borrachos, magdalenas, flores, flanes, aceitadas, leche frita, cuajada...sabores, en fin, que formaron parte de mi infancia.
TACTO: Me gusta acariciar las manos encallecidas de los hombres del campo castellano: rudas, gruesas y ásperas como su carácter, pero de las que emana la vida, manos sabias que desgranan el cereal con presteza o que ayudan a nacer o a morir a un animal doméstico, sea cabra, cerdo, conejo, gallina, vaca o asno; manos que acarician sin suavidad, porque no entienden de sutilezas, pero que saben dar lo mejor de sí mismas aún en su aspereza. Acaricio también las manos de las mujeres castellanas, gruesas, con sabañones, nada cuidadas, que no conocen los afeites urbanos, ni pueden permitírselos porque deben trajinar con ellas a cada momento en los mil quehaceres domésticos de una casa rural; manos que, no obstante, elaboran con ingenio esas filigranas en los manteles de hilo y colchas de ganchillo o las riquezas culinarias, sobre todo en repostería, que hacen las delicias de los paladares más exigentes.
Percibo la tibieza de la brisa fresca de la mañana, el rigor implacable del aire seco y cortante en el verano, el agua de lluvia que empapa mi cuerpo y aclara mi mente o las oleadas de grano que se mecen al son del viento en el campo acariciadas por mi mano. ¡Se inundan tanto de sensaciones los sentidos...!
Mª Soledad Martín Turiño