CARDO Y AMAPOLA
Relato con origen : Castronuevo de los Arcos
Desde el viejo portalón de entrada, con su robusta puerta de doble jamba claveteada como por adorno con gruesos remaches redondos y solo abierta en su parte superior, me asomo para contemplar durante instantes que se convierten en horas la villa que tengo frente a mí; se trata de un pequeño montículo que circunda una parte del pueblo, su base se utiliza como tierra de labor y la ladera cae como una capa hacia el pueblo. Esta es la vista que tengo desde casa; es primavera y parece mentira como un pedazo de tierra de la que nadie se ocupa puede convertirse en algo tan hermoso. Toda la pendiente está cubierta de hierba verde, han nacido espontáneamente cientos de florecillas blancas, amarillas y moradas que salpican el terreno como si fuera la decoración de un enorme manto, junto a varios tipos de ramajes diferentes que proporcionan una vista espectacular.
La proliferación y abundancia de vida es tal, que siempre me sorprende este milagro de la renovación, así que me embeleso contemplando cada palmo de suelo; a veces subo la cuesta y llego hasta la tierra labrada donde se ha obrado otro prodigio: las espigas de trigo están naciendo y entre ellas con osadía asoma el color rojo de las amapolas que se esparcen por todo el campo. Amapolas y trigo han formado siempre un tándem perfecto; se diría que se llevan bien y el verde monocromo contrasta con el escarlata de unas flores tan delicadas. Desde niña tengo la costumbre de abrir sus cápsulas porque había un juego infantil que consistía en adivinar si la amapola naciente era rosa o roja, así que corto varios frutos y los pongo sobre la palma de mi mano mientras su tallo verde destila un líquido blanquecino y pegajoso que llamábamos “lecherina”, luego voy abriendo cuidadosamente cada cápsula y extiendo la suavidad de sus pétalos aterciopelados hasta que descubro el interior plagado de semillas negras que me gusta esparcir por el campo con la pretensión de que renazcan nuevas flores.
En invierno, no obstante, la villa pierde su color tras haberse agostado por el calor del verano la frondosidad que nos regaló la primavera. Ahora la ladera es ocre y está desierta, con hierbajos de mayor o menor altura y numerosos cardos que nacieron en el periodo de esplendor, ahora ya secos, y se reúnen en grupos como para protegerse del rigor de la estación. La proliferación de espinas hace imposible siquiera el acercarse a ellos; pero me gustan porque forman parte de un paisaje árido y porque permanecen ahí, erguidos durante la época más dura recordándonos que hay que seguir adelante, pese a las inclemencias de la vida.
Si abrimos bien los ojos para observar lo que la sabia naturaleza pone a nuestra disposición, es fácil aprender las lecciones más básicas que son también las más importantes: todo tiene lugar en la creación y de ella todos formamos parte: animales y plantas convivimos en un espacio y padecemos los mismos infortunios climatológicos y, como en la vida, sobreviven los más fuertes, quienes no decaen, aquellos que no ceden su espacio a otro más poderoso que le gobierne y le anule.
En los pueblos la observación del universo en su conjunto: examinar el cielo, las aves, el comportamiento de las personas, los animales e incluso la vegetación y los campos, me ha proporcionado a lo largo de los años una fuente de inspiración muy valiosa que se extiende a diferentes aspectos de la vida. Sin embargo me resulta curioso comprobar que la gente en las ciudades no mira al cosmos ni se para a descubrir los matices de azules, naranjas o grises dependiendo de la climatología que nos regala ese firmamento en perenne cambio; la lluvia es solo agua que cae y de la que guarecerse, y el viento suele comportarse como un aire molesto sin ver en él nada más; sin embargo cada vez que el suelo se moja por la lluvia es un espectáculo grandioso: el borboteo de las gotas, la fuerza con que cae el aguacero, la bruma que deja a su paso, el arco iris que a veces nos regala… son manifestaciones gratuitas que se pueden disfrutar desde cualquier lugar sin entrada previa. La contemplación y el estudio de todos estos fenómenos que disfruté desde mi infancia, me ha permitido valorar después el nacimiento de las flores, de cada ser vivo; por eso rememoro la llegada de cada estación con los cambios que conlleva y me transporto a la villa para disfrutar de sus clavelinas, del diente de león, la capsula bursa-pastoris, las prímulas y anémonas silvestres, las margaritas, las amapolas o los cardos que nacen en ella y constituyen un colorista recordatorio de las bondades que nos regala la naturaleza. Luego miro el cielo turquesa que nos observa y desde donde vigilan las almas de las buenas gentes que hemos querido y ahora están ausentes, y agradezco este milagro que se renueva cada día, con cada una de las diferentes manifestaciones que nos proporciona el entorno.
Cardo y amapola son una fuente de inspiración para mí porque simbolizan lo áspero y lo delicado, lo compatible y lo antagónico; una dualidad de plantas que nacen y viven en el mismo suelo como la propia vida, única para todos y, sin embargo, en la que se desarrollan personas afables y cordiales que conviven con otras insociables, retraídas o hurañas. La naturaleza se sirve de ejemplos que extrapolamos a la vida diaria y cuyo comportamiento puede ser una gran fuente de aprendizaje.
La proliferación y abundancia de vida es tal, que siempre me sorprende este milagro de la renovación, así que me embeleso contemplando cada palmo de suelo; a veces subo la cuesta y llego hasta la tierra labrada donde se ha obrado otro prodigio: las espigas de trigo están naciendo y entre ellas con osadía asoma el color rojo de las amapolas que se esparcen por todo el campo. Amapolas y trigo han formado siempre un tándem perfecto; se diría que se llevan bien y el verde monocromo contrasta con el escarlata de unas flores tan delicadas. Desde niña tengo la costumbre de abrir sus cápsulas porque había un juego infantil que consistía en adivinar si la amapola naciente era rosa o roja, así que corto varios frutos y los pongo sobre la palma de mi mano mientras su tallo verde destila un líquido blanquecino y pegajoso que llamábamos “lecherina”, luego voy abriendo cuidadosamente cada cápsula y extiendo la suavidad de sus pétalos aterciopelados hasta que descubro el interior plagado de semillas negras que me gusta esparcir por el campo con la pretensión de que renazcan nuevas flores.
En invierno, no obstante, la villa pierde su color tras haberse agostado por el calor del verano la frondosidad que nos regaló la primavera. Ahora la ladera es ocre y está desierta, con hierbajos de mayor o menor altura y numerosos cardos que nacieron en el periodo de esplendor, ahora ya secos, y se reúnen en grupos como para protegerse del rigor de la estación. La proliferación de espinas hace imposible siquiera el acercarse a ellos; pero me gustan porque forman parte de un paisaje árido y porque permanecen ahí, erguidos durante la época más dura recordándonos que hay que seguir adelante, pese a las inclemencias de la vida.
Si abrimos bien los ojos para observar lo que la sabia naturaleza pone a nuestra disposición, es fácil aprender las lecciones más básicas que son también las más importantes: todo tiene lugar en la creación y de ella todos formamos parte: animales y plantas convivimos en un espacio y padecemos los mismos infortunios climatológicos y, como en la vida, sobreviven los más fuertes, quienes no decaen, aquellos que no ceden su espacio a otro más poderoso que le gobierne y le anule.
En los pueblos la observación del universo en su conjunto: examinar el cielo, las aves, el comportamiento de las personas, los animales e incluso la vegetación y los campos, me ha proporcionado a lo largo de los años una fuente de inspiración muy valiosa que se extiende a diferentes aspectos de la vida. Sin embargo me resulta curioso comprobar que la gente en las ciudades no mira al cosmos ni se para a descubrir los matices de azules, naranjas o grises dependiendo de la climatología que nos regala ese firmamento en perenne cambio; la lluvia es solo agua que cae y de la que guarecerse, y el viento suele comportarse como un aire molesto sin ver en él nada más; sin embargo cada vez que el suelo se moja por la lluvia es un espectáculo grandioso: el borboteo de las gotas, la fuerza con que cae el aguacero, la bruma que deja a su paso, el arco iris que a veces nos regala… son manifestaciones gratuitas que se pueden disfrutar desde cualquier lugar sin entrada previa. La contemplación y el estudio de todos estos fenómenos que disfruté desde mi infancia, me ha permitido valorar después el nacimiento de las flores, de cada ser vivo; por eso rememoro la llegada de cada estación con los cambios que conlleva y me transporto a la villa para disfrutar de sus clavelinas, del diente de león, la capsula bursa-pastoris, las prímulas y anémonas silvestres, las margaritas, las amapolas o los cardos que nacen en ella y constituyen un colorista recordatorio de las bondades que nos regala la naturaleza. Luego miro el cielo turquesa que nos observa y desde donde vigilan las almas de las buenas gentes que hemos querido y ahora están ausentes, y agradezco este milagro que se renueva cada día, con cada una de las diferentes manifestaciones que nos proporciona el entorno.
Cardo y amapola son una fuente de inspiración para mí porque simbolizan lo áspero y lo delicado, lo compatible y lo antagónico; una dualidad de plantas que nacen y viven en el mismo suelo como la propia vida, única para todos y, sin embargo, en la que se desarrollan personas afables y cordiales que conviven con otras insociables, retraídas o hurañas. La naturaleza se sirve de ejemplos que extrapolamos a la vida diaria y cuyo comportamiento puede ser una gran fuente de aprendizaje.
Mª Soledad Martín Turiño