CALMA
Relato con origen : Castronuevo de los Arcos
Se accede a la casa por la puerta principal, que es una entrada de tamaño justo tirando a bajo, hecha para personas no demasiado altas. El portón consta de dos hojas: la de la parte superior suele estar siempre abierta, y cerrada la inferior. En verano, debido al asfixiante calor, las mujeres ponen una gruesa tela de lona a modo de cortina que sirve para paliar el resol y evitar la calorina; sin embargo, esta puerta no suele usarse, porque la entrada al corral está situada a la derecha y es ésta, la de acceso al corral, la que más se utiliza.
Nada más entrar hay un enorme espacio barrido y regado a diario, al abrigo de una gran higuera donde suele haber cuatro o cinco sillas para que quien llegue tome asiento al cobijo de las ramas que protegen del sol. Allí se habla, se escucha la radio o se dormita placenteramente en las largas tardes que van desde después de comer hasta la puesta de sol que anuncia la hora de la cena; entonces, se cierra la puerta principal y la del corral para acabar la jornada dentro de la casa.
Julián es un hombre parco, prudente, poco amigo de las palabras porque, como suele decir: “para hablar sin decir nada que merezca la pena, mejor estar callado”. No le gusta bajar a la cantina, ni reunirse con otros vecinos que matan el tiempo sentados en los bancos de la plaza; a Julián lo que le gusta es la caza, o al menos, le gustaba antes, cuando sus piernas le respondían y salía al amanecer con su escopeta y el viejo perro campo a través hasta donde se perdía de vista el pueblo. Allí era el amo, se sentía feliz en aquella soledad, en comunión con la naturaleza, y lo de menos era abatir unas perdices, porque muchos días regresaba a su casa sin una sola pieza; lo que de verdad le llenaba eran los olores del campo, el color del cielo y echar un cigarro exhalando el humo lentamente.
Ahora que es mayor recuerda con deleite aquella época e incluso sigue percibiendo colores y aromas de la tierra que fue siempre su vida, aunque se reduzcan tan solo a un recuerdo. En ocasiones, una voz recia y algo chirriante proveniente de la cocina, le saca de su ensimismamiento para preguntarle si quiere un café, a grito limpio, y él tan solo asiente con la cabeza porque sabe que Eusebia, su mujer desde hace cincuenta años, le vigila a distancia.
Son tan distintos que todo el mundo se sorprende de que hayan encajado en aquel matrimonio tan dispar. Ella es pizpireta, charlatana, resuelta; le gusta la gente y hace lo posible por fomentar un encuentro o aprovechar cada salida de casa para charlar con unas y otras. A veces, va a la panadería para hacer dulces: bizcochos, magdalenas o bollos tan solo por coincidir con otras vecinas y pasar la tarde, aunque luego le espera la reprimenda de Julián cuando la ve cargada con un montón de repostería que ellos no pueden comer y acaban regalando a los muchachos que juegan frente a la casa. Cada uno ha adquirido un puesto en la vida del otro y, siendo tan diferentes, se han adaptado a convivir en el mismo espacio sin interferencias, respetando sus gustos.
Muchas tardes, Eusebia se acerca a su marido; sin decir palabra, se sienta en la silla baja y teje interminables cuadros de punto de cruz, o pañitos de ganchillos que, una vez unidos, formarán una colcha. En silencio, cada uno con sus recuerdos, con sus ilusiones y con sus propios sueños, materializan la expresión de un amor sin alharacas, pero intenso como el café que le prepara a su marido cada tarde.
Ella, absorta en su crochet, no se da cuenta de que Julián la observa de vez en cuando con el rabillo del ojo, y sonríe para sus adentros porque todavía no comprende como la muchacha más bonita del pueblo le eligió a él de entre todos los pretendientes. A pesar de los años transcurridos, del duro trabajo y de la pena de no haber podido tener hijos, Eusebia sigue siendo una mujer guapa; es cierto que ha perdido la lozanía de la juventud, pero ha ganado una seguridad y un aplomo que a veces le sorprende.
Eusebio es una persona parca, casi fría, pero siente el mismo cariño hacia su mujer que el primer día en que se juraron amor eterno ante la virgen de la pequeña capilla a las afueras del pueblo. Luego los casaría el cura, como debía ser, pero aquello fue puro trámite porque se habían jurado fidelidad y amor el uno al otro, sin miradas extrañas, a solas en aquella ermita.
Nada más entrar hay un enorme espacio barrido y regado a diario, al abrigo de una gran higuera donde suele haber cuatro o cinco sillas para que quien llegue tome asiento al cobijo de las ramas que protegen del sol. Allí se habla, se escucha la radio o se dormita placenteramente en las largas tardes que van desde después de comer hasta la puesta de sol que anuncia la hora de la cena; entonces, se cierra la puerta principal y la del corral para acabar la jornada dentro de la casa.
Julián es un hombre parco, prudente, poco amigo de las palabras porque, como suele decir: “para hablar sin decir nada que merezca la pena, mejor estar callado”. No le gusta bajar a la cantina, ni reunirse con otros vecinos que matan el tiempo sentados en los bancos de la plaza; a Julián lo que le gusta es la caza, o al menos, le gustaba antes, cuando sus piernas le respondían y salía al amanecer con su escopeta y el viejo perro campo a través hasta donde se perdía de vista el pueblo. Allí era el amo, se sentía feliz en aquella soledad, en comunión con la naturaleza, y lo de menos era abatir unas perdices, porque muchos días regresaba a su casa sin una sola pieza; lo que de verdad le llenaba eran los olores del campo, el color del cielo y echar un cigarro exhalando el humo lentamente.
Ahora que es mayor recuerda con deleite aquella época e incluso sigue percibiendo colores y aromas de la tierra que fue siempre su vida, aunque se reduzcan tan solo a un recuerdo. En ocasiones, una voz recia y algo chirriante proveniente de la cocina, le saca de su ensimismamiento para preguntarle si quiere un café, a grito limpio, y él tan solo asiente con la cabeza porque sabe que Eusebia, su mujer desde hace cincuenta años, le vigila a distancia.
Son tan distintos que todo el mundo se sorprende de que hayan encajado en aquel matrimonio tan dispar. Ella es pizpireta, charlatana, resuelta; le gusta la gente y hace lo posible por fomentar un encuentro o aprovechar cada salida de casa para charlar con unas y otras. A veces, va a la panadería para hacer dulces: bizcochos, magdalenas o bollos tan solo por coincidir con otras vecinas y pasar la tarde, aunque luego le espera la reprimenda de Julián cuando la ve cargada con un montón de repostería que ellos no pueden comer y acaban regalando a los muchachos que juegan frente a la casa. Cada uno ha adquirido un puesto en la vida del otro y, siendo tan diferentes, se han adaptado a convivir en el mismo espacio sin interferencias, respetando sus gustos.
Muchas tardes, Eusebia se acerca a su marido; sin decir palabra, se sienta en la silla baja y teje interminables cuadros de punto de cruz, o pañitos de ganchillos que, una vez unidos, formarán una colcha. En silencio, cada uno con sus recuerdos, con sus ilusiones y con sus propios sueños, materializan la expresión de un amor sin alharacas, pero intenso como el café que le prepara a su marido cada tarde.
Ella, absorta en su crochet, no se da cuenta de que Julián la observa de vez en cuando con el rabillo del ojo, y sonríe para sus adentros porque todavía no comprende como la muchacha más bonita del pueblo le eligió a él de entre todos los pretendientes. A pesar de los años transcurridos, del duro trabajo y de la pena de no haber podido tener hijos, Eusebia sigue siendo una mujer guapa; es cierto que ha perdido la lozanía de la juventud, pero ha ganado una seguridad y un aplomo que a veces le sorprende.
Eusebio es una persona parca, casi fría, pero siente el mismo cariño hacia su mujer que el primer día en que se juraron amor eterno ante la virgen de la pequeña capilla a las afueras del pueblo. Luego los casaría el cura, como debía ser, pero aquello fue puro trámite porque se habían jurado fidelidad y amor el uno al otro, sin miradas extrañas, a solas en aquella ermita.
Mª Soledad Martín Turiño