CADA FIN DE SEMANA
Relato con origen : Castronuevo de los Arcos
Le gustaba llegar de incógnito y pasear por las calles vacías sin ser visto; aquel era el pueblo de su infancia, de su familia, de sus amigos, de su gente. Ahora residía lejos de allí, pero nunca dejó de visitarlo porque era su mejor terapia, el único lugar que le aliviaba de un pernicioso estrés laboral del que se recuperaba cada fin de semana, aunque nadie notara su presencia.
Era una rutina: cada viernes por la tarde se encaminaba desde la gran ciudad hasta aquel lugar pequeño y escaso de habitantes; a medida que dejaba atrás la urbe, la carretera se vaciaba de coches y llegaba a la planicie castellana; entonces su rostro se transformaba y el gesto serio se trocaba en una sonrisa que ya no le abandonaría hasta su regreso. Una vez llegaba al pueblo, entraba en la vieja casa, encerraba el auto en la cochera y nadie sabía de su presencia allí. Solía llevar algunos víveres y el portátil para adelantar trabajo o terminar el que había dejado a medias, y luego se calzaba las botas gruesas y salía en dirección a los campos o al rio; daba igual que fuera invierno porque se pertrechaba bien y recibía en el rostro aquel frio gélido que calaba hondo. Caminaba sin rumbo, solo por andar, contemplaba los terrones resecos o veía como germinaba el cereal tiñendo el suelo de un fresco verdor al que gustaba de fotografiar insistentemente. Cuando empezaba a anochecer, regresaba a casa donde una buena estufa le esperaba para acompañar el café que degustaba despacio; luego veía una película, cenaba algo y, las más de las veces, se quedaba dormido en el viejo escaño que había convertido en cama con una base mullida, cojines y tupidas mantas.
El lunes, muy temprano, regresaba a la ciudad, con el mismo sigilo utilizado para la ida, y en apenas tres horas ya estaba, de nuevo, sentado en la mesa de su despacho, dispuesto a lidiar con los problemas que su cargo le requería en la empresa. Allí se encontraría con los mismos compañeros y subordinados de siempre que, mirándole con gesto serio, le darían los buenos días y, en los corrillos junto a la máquina de café, seguirían preguntándose qué tipo de vida haría aquel hombre solitario, enigmático, correcto y buena persona pero que no dejaba traslucir nada de su vida privada.
Él, sin embargo, aunque estuviera concentrado en su trabajo, de vez en cuando levantaba la vista para mirar por el ventanal y contemplar una riada de coches y gentes que trabajaban en la zona financiera; eran como robots, todos iguales, todos con prisa, pensando en conseguir clientes, en aumentar sus carteras, en reuniones y contactos que les harían con una posición más sólida en la empresa, con mayor prestigio y, por supuesto, mejor poder adquisitivo; y en aquella vida de cuentas y cifras, de vez en cuando se relajaba con el recuerdo de los inmensos campos que disfrutaría el fin de semana, en aquel lugar donde no se habían inventado las prisas, y que le regalaba porciones de felicidad que saboreaba con auténtico deleite.
Era una rutina: cada viernes por la tarde se encaminaba desde la gran ciudad hasta aquel lugar pequeño y escaso de habitantes; a medida que dejaba atrás la urbe, la carretera se vaciaba de coches y llegaba a la planicie castellana; entonces su rostro se transformaba y el gesto serio se trocaba en una sonrisa que ya no le abandonaría hasta su regreso. Una vez llegaba al pueblo, entraba en la vieja casa, encerraba el auto en la cochera y nadie sabía de su presencia allí. Solía llevar algunos víveres y el portátil para adelantar trabajo o terminar el que había dejado a medias, y luego se calzaba las botas gruesas y salía en dirección a los campos o al rio; daba igual que fuera invierno porque se pertrechaba bien y recibía en el rostro aquel frio gélido que calaba hondo. Caminaba sin rumbo, solo por andar, contemplaba los terrones resecos o veía como germinaba el cereal tiñendo el suelo de un fresco verdor al que gustaba de fotografiar insistentemente. Cuando empezaba a anochecer, regresaba a casa donde una buena estufa le esperaba para acompañar el café que degustaba despacio; luego veía una película, cenaba algo y, las más de las veces, se quedaba dormido en el viejo escaño que había convertido en cama con una base mullida, cojines y tupidas mantas.
El lunes, muy temprano, regresaba a la ciudad, con el mismo sigilo utilizado para la ida, y en apenas tres horas ya estaba, de nuevo, sentado en la mesa de su despacho, dispuesto a lidiar con los problemas que su cargo le requería en la empresa. Allí se encontraría con los mismos compañeros y subordinados de siempre que, mirándole con gesto serio, le darían los buenos días y, en los corrillos junto a la máquina de café, seguirían preguntándose qué tipo de vida haría aquel hombre solitario, enigmático, correcto y buena persona pero que no dejaba traslucir nada de su vida privada.
Él, sin embargo, aunque estuviera concentrado en su trabajo, de vez en cuando levantaba la vista para mirar por el ventanal y contemplar una riada de coches y gentes que trabajaban en la zona financiera; eran como robots, todos iguales, todos con prisa, pensando en conseguir clientes, en aumentar sus carteras, en reuniones y contactos que les harían con una posición más sólida en la empresa, con mayor prestigio y, por supuesto, mejor poder adquisitivo; y en aquella vida de cuentas y cifras, de vez en cuando se relajaba con el recuerdo de los inmensos campos que disfrutaría el fin de semana, en aquel lugar donde no se habían inventado las prisas, y que le regalaba porciones de felicidad que saboreaba con auténtico deleite.
Mª Soledad Martín Turiño