BUSCANDO EL EQUILIBRIO
Relato con origen : Castronuevo de los Arcos
He creído erróneamente que el hecho de alejarme físicamente de una población urbana y acercarme al medio rural (en mi caso siempre Castronuevo) sería una condición indispensable para alcanzar esa paz tan ansiada que tanto necesito.
Lo intenté en los escasos días en que me fue posible aislarme, pretendiendo recuperar en apenas unas jornadas el nudo de conflictos, colisiones, pugnas internas y contiendas indeseadas que habían anidado en la mente, saturándola de un incombustible estrés. Lo intenté acercándome al mar, ese inmenso mundo azul que siempre me había proporcionado una inusitada tranquilidad disfrutando durante horas de la admirable vista del agua, ya fuera bravía o en calma, desde un acantilado o en una playa, salpicando entre las rocas, o dejándose acunar plácidamente mediante suaves olas que se pierden en la arena. Todo fue inútil.
Alguien me dijo que la paz hay que buscarla en uno mismo y eso que parece tan obvio, me abrió los ojos para dejar de investigar fuera y acercarme al interior, preservarlo de los fantasmas que emergen menoscabando la tranquilidad y solo provocan dolor. El viaje es difícil y complicado, no tanto por los inconvenientes que implican al tratar con sentimientos y sensaciones, sino porque no estamos acostumbrados a interiorizar. Vivimos en un mundo de sobresaltos, de visualidad, de contextos superficiales y rapidez, en que recibimos mensajes trepidantes que cambian constantemente dejando una estela tras otra de información para que la asuma una mente constreñida por tantas señales cruzadas. Por eso resulta muy complicado abstraerse de lo trivial (que es la paja) y quedarse con lo auténtico (que es el trigo).
Empecé mi experimento con ganas. Lo primero fue aislar cuerpo y mente, quizá la parte más ardua. Para conseguirlo resultaba esencial empezar en soledad, de tal modo que ningún elemento externo menoscabara o interrumpiera el propósito donde se dirigían mis deseos. Una vez conseguido este sencillo paso, había que preparar cuerpo y mente. Una posición cómoda y relajada era esencial. Al llegar aquí empezaba lo realmente complicado: disponer la mente. Con los ojos cerrados, el viaje comenzaba hacia el interior y, como en un caleidoscopio, empezaron a florecer unos círculos concéntricos que flotaban sobre su espiral unidos a pensamientos variopintos que danzaban al son de tales piruetas cada vez más rápidamente. Tenía que aislar esas elipses para que desaparecieran los pensamientos flotantes que arrastraban; se me ocurrió dejar la mente en blanco, poniendo el punto de mira en un objeto sencillo y a partir de ahí no centrarme en otra cosa. Resultó menormente difícil vencer la maraña pero en un supremo esfuerzo de concentración, no cedí en el empeño hasta que los círculos que formaban aquel incesante tiovivo fueron desapareciendo.
Mi alegría por haber superado esa etapa primera era tan grande que, a sabiendas del precio que iba a depararme tal experimento, decidí seguir adelante. Intenté mentalmente hacer una lista de pensamientos positivos, aquellos que resultaran gozosos para mí y que eran básicamente recuerdos felices; ellos me darían la fuerza necesaria para continuar. Llegaron imágenes de mi infancia, de los nacimientos de mis hijos, volví a ver las caras de mis seres queridos, rememoré anécdotas de mi juventud, las primeras ilusiones, el primer amor, las amigas, la escuela, el pueblo… todo estaba ahí preservado milagrosamente del tiempo y de las cicatrices; devané cada recuerdo y me regocijé con cada estampa que se me ofrecía. ¡Hacía tiempo que no me sentía tan feliz!
Sin embargo, por alguna razón y aunque me aplicaba a no perder ninguna de aquellas maravillosas sensaciones, se colaban destellos negativos que entorpecían mi dicha. Llegaban de pronto imágenes negras: de muerte, de ausencia, de dolor… todo aquello que me cercenaba el espíritu a menudo y precisamente contra lo que estaba dispuesta a luchar. Esas imágenes, poco a poco, empezaron a ocultar las otras y el gozo se transmudó en dolor cuando mi mente se llenó de negatividad. Ignoro el motivo, pero me sorprendí en medio de un torrente de llanto del que había sido ajena; supongo que por el esfuerzo, por el goce y el dolor mezclados; el cuerpo había vencido a la mente en esta batalla, pero había hecho un feliz descubrimiento; podía ser yo quien resultara ganadora. Era cuestión de perseverancia, el primer paso ya estaba dado y ahora solo faltaba continuar con un proceso que sería largo pero que con mi obstinación podría conducirme al estado de paz que tanto ansiaba.
Lo intenté en los escasos días en que me fue posible aislarme, pretendiendo recuperar en apenas unas jornadas el nudo de conflictos, colisiones, pugnas internas y contiendas indeseadas que habían anidado en la mente, saturándola de un incombustible estrés. Lo intenté acercándome al mar, ese inmenso mundo azul que siempre me había proporcionado una inusitada tranquilidad disfrutando durante horas de la admirable vista del agua, ya fuera bravía o en calma, desde un acantilado o en una playa, salpicando entre las rocas, o dejándose acunar plácidamente mediante suaves olas que se pierden en la arena. Todo fue inútil.
Alguien me dijo que la paz hay que buscarla en uno mismo y eso que parece tan obvio, me abrió los ojos para dejar de investigar fuera y acercarme al interior, preservarlo de los fantasmas que emergen menoscabando la tranquilidad y solo provocan dolor. El viaje es difícil y complicado, no tanto por los inconvenientes que implican al tratar con sentimientos y sensaciones, sino porque no estamos acostumbrados a interiorizar. Vivimos en un mundo de sobresaltos, de visualidad, de contextos superficiales y rapidez, en que recibimos mensajes trepidantes que cambian constantemente dejando una estela tras otra de información para que la asuma una mente constreñida por tantas señales cruzadas. Por eso resulta muy complicado abstraerse de lo trivial (que es la paja) y quedarse con lo auténtico (que es el trigo).
Empecé mi experimento con ganas. Lo primero fue aislar cuerpo y mente, quizá la parte más ardua. Para conseguirlo resultaba esencial empezar en soledad, de tal modo que ningún elemento externo menoscabara o interrumpiera el propósito donde se dirigían mis deseos. Una vez conseguido este sencillo paso, había que preparar cuerpo y mente. Una posición cómoda y relajada era esencial. Al llegar aquí empezaba lo realmente complicado: disponer la mente. Con los ojos cerrados, el viaje comenzaba hacia el interior y, como en un caleidoscopio, empezaron a florecer unos círculos concéntricos que flotaban sobre su espiral unidos a pensamientos variopintos que danzaban al son de tales piruetas cada vez más rápidamente. Tenía que aislar esas elipses para que desaparecieran los pensamientos flotantes que arrastraban; se me ocurrió dejar la mente en blanco, poniendo el punto de mira en un objeto sencillo y a partir de ahí no centrarme en otra cosa. Resultó menormente difícil vencer la maraña pero en un supremo esfuerzo de concentración, no cedí en el empeño hasta que los círculos que formaban aquel incesante tiovivo fueron desapareciendo.
Mi alegría por haber superado esa etapa primera era tan grande que, a sabiendas del precio que iba a depararme tal experimento, decidí seguir adelante. Intenté mentalmente hacer una lista de pensamientos positivos, aquellos que resultaran gozosos para mí y que eran básicamente recuerdos felices; ellos me darían la fuerza necesaria para continuar. Llegaron imágenes de mi infancia, de los nacimientos de mis hijos, volví a ver las caras de mis seres queridos, rememoré anécdotas de mi juventud, las primeras ilusiones, el primer amor, las amigas, la escuela, el pueblo… todo estaba ahí preservado milagrosamente del tiempo y de las cicatrices; devané cada recuerdo y me regocijé con cada estampa que se me ofrecía. ¡Hacía tiempo que no me sentía tan feliz!
Sin embargo, por alguna razón y aunque me aplicaba a no perder ninguna de aquellas maravillosas sensaciones, se colaban destellos negativos que entorpecían mi dicha. Llegaban de pronto imágenes negras: de muerte, de ausencia, de dolor… todo aquello que me cercenaba el espíritu a menudo y precisamente contra lo que estaba dispuesta a luchar. Esas imágenes, poco a poco, empezaron a ocultar las otras y el gozo se transmudó en dolor cuando mi mente se llenó de negatividad. Ignoro el motivo, pero me sorprendí en medio de un torrente de llanto del que había sido ajena; supongo que por el esfuerzo, por el goce y el dolor mezclados; el cuerpo había vencido a la mente en esta batalla, pero había hecho un feliz descubrimiento; podía ser yo quien resultara ganadora. Era cuestión de perseverancia, el primer paso ya estaba dado y ahora solo faltaba continuar con un proceso que sería largo pero que con mi obstinación podría conducirme al estado de paz que tanto ansiaba.
Mª Soledad Martín Turiño