ANSIADAS ILUSIONES
(Castronuevo de los Arcos)
La despide en la estación, sonriendo, pero con los ojos anegados en lágrimas que no dejan de caer, resbalan mejillas abajo sin poder evitarlo, aunque su pequeña, desde su asiento del autobús no puede verlas; por eso la madre esboza una sonrisa aún más amplia para que la vea su hija y se quede con esa estampa de despedida. Otro adiós, otra estación, de nuevo las maletas, la tristeza de la separación -ya da igual que sea más o menos duradera en el tiempo- porque a su madre se le rompe algo en el alma cada vez que la ve marchar.
El padre es duro, llora por dentro, no se le nota la pena que le embarga cuando dice adiós a su niña del alma; suele hablar todo el rato; ese es su mecanismo de defensa y una manera de suavizar los inevitables sollozos de su esposa que camina junto a él, de regreso a casa, con la cabeza baja, parapetada tras las gafas para que nadie sea testigo de su dolor.
Cuando lleguen, la casa parecerá un poco más grande, algo más fría y mucho más silenciosa porque esa hija daba vida en cuanto abría la puerta. La madre, de forma instintiva, irá a su habitación revisando desde el umbral cada una de sus cosas, sin tocar nada, y luego volverá a cerrarla prometiéndose a sí misma mantener la calma porque es una mujer adulta y no puede montar un espectáculo de este calibre cada vez que la hija se marcha a su otro domicilio. Aún no es consciente de que la niña se ha convertido en una mujer, con una profesión y una independencia que la ha hecho más libre cada día, tal y como le inculcó desde pequeña; ese pensamiento la conforta y, con la intención de distraerse hasta que transcurran las cinco horas y media de viaje y la hija llegue sana y salva a su casa, estará pendiente del teléfono. Probablemente retome la labor que descansa en el costurero mientras se pone los cascos para escuchar un poco de música y evadirse del fatigoso trabajo de pensar; luego, una vez que la niña esté a salvo, entonces puede seguir viviendo, haciendo sus rutinas, manteniendo esa vida de quehaceres en la que dormita hasta que alguno de sus hijos les visitan y renuevan una savia que se debilita cuando ellos están ausentes.
Han sido demasiados años de aeropuertos, estaciones de trenes y de autobuses, de llegadas y despedidas, aunque afortunadamente los dos hijos disfrutan de una buena posición social lograda a base de estudios y esfuerzo; cada uno vive independiente en su propia casa forjando una vida y un destino personales. Los padres están orgullosos porque su sacrificio ha dado frutos; trabajaron sin descanso toda su vida para posibilitarles una educación lo más completa posibles: viajes, masters, idiomas, música, deporte, clases complementarias, y todo aquello que contribuyó a enriquecer sus vidas.
El padre se ha desaparecido sutilmente, como suele hacer; seguramente bajará hasta el café para distraerse un rato, caminando despacio y deteniéndose cada vez que encuentre a alguien con quien hablar un rato, porque hoy necesita conversar, expansionarse, comentar cualquier trivialidad, desconectar de los estragos de la partida; luego, a la hora de la cena, cuando regrese a casa todo estará en orden, la hija habrá llegado y la mujer estará tranquila, aunque aún parezca un poco triste.
Al día siguiente nadie hablará del tema y todo continuará con la rutina de siempre en este pueblo pequeño donde todo constituye una novedad que otorga la excusa perfecta para hablar de algo. Al cabo de unos meses el cartero llama a la puerta, algo inusual en esta casa que no suele recibir correspondencia; sin embargo, no es una misiva lo que trae en su enorme mochila de cuero, sino un pequeño paquete que extiende acompañado de una sonrisa. La mujer entra en casa con la ilusión de una niña, rasga cuidadosamente con las tijeras el bulto hasta que descubre una caja blanca en cuyo interior hay un papel deliberadamente arrugado con una nota que dice: “Se acabaron los viajes. Firmo contrato en la capital. Siempre juntos”
Un torrente de lágrimas y risas se desencadena en el rostro de la madre que acuna en su regazo el envoltorio de papeles con la feliz noticia. “Se acabaron los viajes” acierta a repetir una y otra vez y cuando llega el marido a casa se echa en sus brazos como no había vuelto a hacerlo desde su época de recién casados. ¡Son felices!
Esta historia real es solo una pequeña narración cotidiana de las muchas que protagonizan los hombres y mujeres cada día; pequeños cambios que suponen grandes ilusiones, esperanzas que se forjan en el interior de los hogares, dramas que se ocultan, testimonios que perduran, decisiones, anhelos, voluntades…todo aquello que se vive cada día en pueblos y ciudades, personas con personas, que dan sentido a la vida, la definen o la delimitan y cada una de ellas es tan singular como sus protagonistas.
Mª Soledad Martín Turiño