A PROPÓSITO DE UNA LLAMADA
Relato con origen : Castronuevo de los Arcos
Llamo por teléfono con mi tío del pueblo y puedo sentir sus pasos agitados para coger el auricular, la alegría que llena sus ojos y sus manos y transmite a través de una voz temblorosa, o la conversación que mantenemos que luego será motivo de análisis durante horas. Casio palpo el aire un poco fresco de mi pueblo, la soledad de sus calles, el brasero que se enciende en las casas para apaciguar el relente, la tibieza de las gentes abrigadas con las prendas del inminente invierno. Huelo la tierra húmeda de las mañanas, el aire puro y frío de los amaneceres, el vaho que exhalan los animales desperezándose mientras sus amos les echan de comer; siento los olores a vida que estimularon mi pituitaria desde niña y adormecieron mis mejores sueños.
Castronuevo se ha desprendido del verano, los forasteros se han marchado y solo quedan los pocos habitantes que viven sin prisa, caminan despacio y hablan poco, quizá porque ya no hay nada nuevo que decirse. Los hombres se enfrascan en la tierra; es hora de siembra, hay que preparar los campos para que emerja la vida y entre labor y labor resulta agradable adentrarse en la soledad de los surcos, ya sea para arreglar los canales que se atoran, quitar hierbajos inoportunos o piedras que obstaculizan el camino de coches y tractores.
¡La tierra, siempre la tierra!. La tierra es el centro mismo de la vida, de la creación; ella nos proporciona alimento, nos provee el cuerpo y el espíritu. ¡Quien no se ha emocionado viendo un campo sembrado, una puesta de sol en el lejano horizonte sobre un trigal meciéndose apaciblemente, o una flor abriendo su capullo o una oruga que se metamorfosea en mariposa?. La tierra es básica, un regalo de Dios. Si se trabaja, da fruto, es agradecida; se enriquece con la lluvia y es el manto que abriga los cuerpos muertos cuando regresamos a su seno después de haber sido bendecidos con la vida. Allí, fundidos con ella, acabamos germinando en polvo que nace a vidas nuevas y ese es el ciclo vital, la única verdad irrefutable, la esencia que empieza donde nace el tiempo y acaba en el postrer aliento, por eso considero bendita la tierra que piso, por eso la venero y la cuido hasta que llegue mi hora y sea ella la que, de modo natural, cubra mi cuerpo.
La tierra domina siempre la conversación y la vida de los pueblos, ella alimenta a gentes y ganados, da y cobija la vida. ¡Qué extraño resulta entender como algo tan simple no se lo cuestionan los jóvenes que viven en la ciudad y desconocen la lección más básica que solo se aprende labrando una finca. Me apena que los niños de ciudad tengan que hacer una excursión a granjas-escuelas organizadas para ver por primera vez animales domésticos; les dan de comer, juegan con los pollos, sacan huevos de las gallinas y contemplan emocionados como se ordeña una vaca; a veces si la granja está preparada hacen un sucedáneo de vida rural e incluso amasan unos panes que luego se llevan a sus casas de la ruidosa ciudad para olvidar lo aprendido y continuar con sus juegos informáticos y virtuales que enseñan lo mismo, pero son más limpios.
Me apena que esos niños no se adentren en un corral de verdad para descubrir los huevos que las gallinas ponen en los lugares más insólitos, o que no se acerquen al río para meter sus pies en el fango y descubrir entre los juncos cangrejos o sobre una piedra una rana saltarina. Me apena que no corran sin rumbo por las calles seguras de un pueblo en la certeza de que nada malo va a ocurrirles y, sin embargo, esas lecciones sencillas y baratas que son el sentido mismo de la vida, no puedan enseñarlas en las escuelas.
Cuando rememoro mi niñez, que es casi constantemente, y recuerdo la libertad que disfruté en mi pueblo, vuelvo a sentirme feliz. Fue una infancia sobria, dura, difícil, disciplinada, a veces incluso cruel porque el lema “la letra con sangre entra” en ocasiones se llevaba a la práctica con demasiado rigor y la palmeta y los castigos que ahora serían impensables, formaban parte de la educación por unos padres y unos maestros que no sabían de métodos menos disuasorios.
Los niños del pueblo nos dividíamos por sexos, las escuelas eran de niños y de niñas, no nos mezclábamos; tal vez por ese motivo los grupos de amistades eran más fuertes. Yo recuerdo a muchas niñas con las que compartí escuela y vecindad, y cuando veo fotografías de entonces siento un estremecimiento porque veo caritas asustadas, pequeñas con vestidos raídos y pelitos recogidos en trenzas o coletas. Mis amigas y yo miramos la cámara de fotos con sorpresa e incluso temor; aparecemos el grupo de niñas de la escuela y en la parte de atrás la figura huraña de una maestra, enjuta, de rasgos ásperos y con una vara en la mano para mostrar su superioridad.
Aquellos niños de antes mostrábamos ya desde pequeños características que se reflejarían más tarde en nuestras vidas adultas: estaba la niña tímida, retraída y poco habladora o la charlatana que se llevaba siempre una palmetada, pero nadie se rebelaba; éramos en general “buenas niñas” y crecimos en un ambiente demasiado desabrido, con pocos afectos y aún menos demostraciones. Esas niñas que luego se marcharon del pueblo a diferentes lugares, la mayoría a estudiar fuera, han formado con el transcurso de los años sus propias familias y juraría que ninguna reproducirá infancias tan difíciles. Tengo la suerte de haber contactado con algunas y no las reconozco; veo en sus rostros la luz de aquellos ojos infantiles que conocía tan bien, pero ahora están hundidos, con la piel surcada de arrugas, las facciones distintas e incluso la voz de alguna apenas reconocible. Yo misma me sigo moviendo por los mismos resortes que antaño, me he convertido en una mujer madura y diferente a la niña que me mira asustada desde la cartilla de escolaridad vestida con una gruesa chaqueta de lana, con carita ingenua, y la recuerdo jugando con las demás al castro, a la comba, trepando por la villa o volviendo de la escuela para merendar el pan con chorizo o con chocolate que nos esperaba en casa; sin embargo mi físico es el de una mujer mayor que ha vivido ya más de la mitad de su vida luchando por metas y logros que, por fin, ha conseguido a base de esfuerzo y que sabe valorar ahora los momentos sencillos que constituyen el verdadero tesoro de la vida.
Hemos cambiado pero seguimos unidas por un vínculo mucho más fuerte que el propio recuerdo, nos une una infancia compartida que nos caló el alma y de la que nunca podremos desprendernos.
Después de una conversación con mi tío del pueblo, cuelgo el auricular y siento que un trocito de Castronuevo vuelve a mí desde el hilo telefónico, con sus luces y sus sombras, pero con el constante amor que siento por ese pedazo de tierra.
Castronuevo se ha desprendido del verano, los forasteros se han marchado y solo quedan los pocos habitantes que viven sin prisa, caminan despacio y hablan poco, quizá porque ya no hay nada nuevo que decirse. Los hombres se enfrascan en la tierra; es hora de siembra, hay que preparar los campos para que emerja la vida y entre labor y labor resulta agradable adentrarse en la soledad de los surcos, ya sea para arreglar los canales que se atoran, quitar hierbajos inoportunos o piedras que obstaculizan el camino de coches y tractores.
¡La tierra, siempre la tierra!. La tierra es el centro mismo de la vida, de la creación; ella nos proporciona alimento, nos provee el cuerpo y el espíritu. ¡Quien no se ha emocionado viendo un campo sembrado, una puesta de sol en el lejano horizonte sobre un trigal meciéndose apaciblemente, o una flor abriendo su capullo o una oruga que se metamorfosea en mariposa?. La tierra es básica, un regalo de Dios. Si se trabaja, da fruto, es agradecida; se enriquece con la lluvia y es el manto que abriga los cuerpos muertos cuando regresamos a su seno después de haber sido bendecidos con la vida. Allí, fundidos con ella, acabamos germinando en polvo que nace a vidas nuevas y ese es el ciclo vital, la única verdad irrefutable, la esencia que empieza donde nace el tiempo y acaba en el postrer aliento, por eso considero bendita la tierra que piso, por eso la venero y la cuido hasta que llegue mi hora y sea ella la que, de modo natural, cubra mi cuerpo.
La tierra domina siempre la conversación y la vida de los pueblos, ella alimenta a gentes y ganados, da y cobija la vida. ¡Qué extraño resulta entender como algo tan simple no se lo cuestionan los jóvenes que viven en la ciudad y desconocen la lección más básica que solo se aprende labrando una finca. Me apena que los niños de ciudad tengan que hacer una excursión a granjas-escuelas organizadas para ver por primera vez animales domésticos; les dan de comer, juegan con los pollos, sacan huevos de las gallinas y contemplan emocionados como se ordeña una vaca; a veces si la granja está preparada hacen un sucedáneo de vida rural e incluso amasan unos panes que luego se llevan a sus casas de la ruidosa ciudad para olvidar lo aprendido y continuar con sus juegos informáticos y virtuales que enseñan lo mismo, pero son más limpios.
Me apena que esos niños no se adentren en un corral de verdad para descubrir los huevos que las gallinas ponen en los lugares más insólitos, o que no se acerquen al río para meter sus pies en el fango y descubrir entre los juncos cangrejos o sobre una piedra una rana saltarina. Me apena que no corran sin rumbo por las calles seguras de un pueblo en la certeza de que nada malo va a ocurrirles y, sin embargo, esas lecciones sencillas y baratas que son el sentido mismo de la vida, no puedan enseñarlas en las escuelas.
Cuando rememoro mi niñez, que es casi constantemente, y recuerdo la libertad que disfruté en mi pueblo, vuelvo a sentirme feliz. Fue una infancia sobria, dura, difícil, disciplinada, a veces incluso cruel porque el lema “la letra con sangre entra” en ocasiones se llevaba a la práctica con demasiado rigor y la palmeta y los castigos que ahora serían impensables, formaban parte de la educación por unos padres y unos maestros que no sabían de métodos menos disuasorios.
Los niños del pueblo nos dividíamos por sexos, las escuelas eran de niños y de niñas, no nos mezclábamos; tal vez por ese motivo los grupos de amistades eran más fuertes. Yo recuerdo a muchas niñas con las que compartí escuela y vecindad, y cuando veo fotografías de entonces siento un estremecimiento porque veo caritas asustadas, pequeñas con vestidos raídos y pelitos recogidos en trenzas o coletas. Mis amigas y yo miramos la cámara de fotos con sorpresa e incluso temor; aparecemos el grupo de niñas de la escuela y en la parte de atrás la figura huraña de una maestra, enjuta, de rasgos ásperos y con una vara en la mano para mostrar su superioridad.
Aquellos niños de antes mostrábamos ya desde pequeños características que se reflejarían más tarde en nuestras vidas adultas: estaba la niña tímida, retraída y poco habladora o la charlatana que se llevaba siempre una palmetada, pero nadie se rebelaba; éramos en general “buenas niñas” y crecimos en un ambiente demasiado desabrido, con pocos afectos y aún menos demostraciones. Esas niñas que luego se marcharon del pueblo a diferentes lugares, la mayoría a estudiar fuera, han formado con el transcurso de los años sus propias familias y juraría que ninguna reproducirá infancias tan difíciles. Tengo la suerte de haber contactado con algunas y no las reconozco; veo en sus rostros la luz de aquellos ojos infantiles que conocía tan bien, pero ahora están hundidos, con la piel surcada de arrugas, las facciones distintas e incluso la voz de alguna apenas reconocible. Yo misma me sigo moviendo por los mismos resortes que antaño, me he convertido en una mujer madura y diferente a la niña que me mira asustada desde la cartilla de escolaridad vestida con una gruesa chaqueta de lana, con carita ingenua, y la recuerdo jugando con las demás al castro, a la comba, trepando por la villa o volviendo de la escuela para merendar el pan con chorizo o con chocolate que nos esperaba en casa; sin embargo mi físico es el de una mujer mayor que ha vivido ya más de la mitad de su vida luchando por metas y logros que, por fin, ha conseguido a base de esfuerzo y que sabe valorar ahora los momentos sencillos que constituyen el verdadero tesoro de la vida.
Hemos cambiado pero seguimos unidas por un vínculo mucho más fuerte que el propio recuerdo, nos une una infancia compartida que nos caló el alma y de la que nunca podremos desprendernos.
Después de una conversación con mi tío del pueblo, cuelgo el auricular y siento que un trocito de Castronuevo vuelve a mí desde el hilo telefónico, con sus luces y sus sombras, pero con el constante amor que siento por ese pedazo de tierra.
Mª Soledad Martín Turiño