A DON ALFONSO, PÁRROCO DE CASTRONUEVO
Relato con origen : Castronuevo de los Arcos
Como sabe, salí de Castronuevo hace muchos años –demasiados- y desde entonces mi única obsesión ha sido siempre volver.
Cada año, al llegar el mes de Agosto, rememoro con mayor fuerza los recuerdos que marcaron mi niñez y adolescencia y, a medida que van transcurriendo los días, estas evocaciones cobran más fuerza. Aquellos días largos, calurosos del verano, esas tardes que comenzaban temprano en las que el tiempo se dilataba y permitía hacer tantas cosas, la quietud de la siesta, la hora de la lectura para quienes no dormíamos, el “sonido del silencio”… ¡nunca más he tenido tiempo de oírlo!, algún vecino que transitaba, la polvareda que levantaba de vez en cuando un tractor o un coche pasando ante la puerta, la villa… Presumo de ser una de las pocas personas que ha contemplado durante tantas horas la villa como para grabar en la retina la ubicación de cada cardo que crecía, la forma de su ladera o los senderos que se formaban los días de lluvia.
Son muchos los recuerdos, pero quizá ninguno se hace tan patente como el día de la fiesta del quince de Agosto: “La Asunción”; aquel día era especial y único. Ya desde por la mañana los altavoces de la iglesia nos despertaban a los acordes de cantos sacros, algunos en latín. ¡Lo que yo daría por volver a escucharlos, por aprenderlos, por poder transmitirlos a mis hijos! Aquella música era el comienzo del movimiento: desayuno, arreglo personal con las mejores galas y a misa.
Mis abuelos nos despedían a la puerta de casa porque ellos siempre iban a misa rezada; la misa mayor era la nuestra y los prolegómenos, aunque siempre idénticos, tenían algo de ritual que les confería un simbolismo inenarrable. Ante la iglesia esperaban los hombres que se agrupaban charlando en corrillos y cotilleando a las mujeres que iban entrando. Al abrir la puerta, el templo estaba lleno, casi sin asientos libres, con las cabezas volviéndose cada vez que alguien entraba. Las autoridades: alcalde, maestro, médico presidiendo en el lateral derecho del templo, los niños y niñas en los primeros bancos, luego las mujeres y al final los hombres.
Al cabo de un tiempo de espera aparecía usted ya vestido para la celebración. Entraban los hombres apresuradamente, mientras esperaba con una paciencia mal disimulada, reprobando con la mirada la displicencia de un niño o un ruido violento; quería que todo fuera perfecto, y siempre lo fue o, al menos, yo lo viví así: la majestuosidad de sus formas a lo largo de toda la celebración, sus pausas calculadas, la manera en que engolaba la voz, atenuándola y alzándola según quisiera dar mayor relevancia a su discurso, la vehemencia de sus gestos que se manifestaba incluso físicamente enrojecido su rostro y cuello por el esfuerzo de la palabra tras el púlpito; el sonido de las campanillas agitadas por sendos monaguillos durante la elevación, la hilera de fieles dispuestos a recibir la comunión mientras se escuchaban himnos sacros de los que todos participábamos, y al final algo que siempre me sobrecogió: desde el más completo silencio la voz de un labrador que, al fondo del templo, pedía un padrenuestro a San Isidro.
Cuando acababa la misa, llegaba el momento de los saludos; la gente se arremolinaba en pequeños grupos antes de salir del templo para abrazar a los amigos que no se habían visto desde hacía tiempo; luego todos se dispersaban: unos volvían a sus casas y los demás bajaban para dar un paseo por la carretera, tomar un vino o el vermut en el café y regreso a casa para comer. ¡Es curioso! Mi abuela nos ponía siempre el día de la fiesta ensaladilla rusa y pollo con pimientos de menú, y puedo asegurar que no he vuelto a degustar platos más sabrosos que aquéllos; ya nunca se repitió su sabor, o quizá era la forma de tomarlos; en familia, con ilusión, felices, sin que faltara nadie…
He escrito esto fundamentalmente por una cosa: don Alfonso, el párroco de mi pueblo, ha sido uno de los artífices más importantes para que mis sueños tengan continuidad. Yo no he vuelto a vivir esos momentos pero, en cada quince de Agosto a lo largo de estos años he revivido, en la distancia cada instante y confío en que todo siga igual porque si algo tiene de atractivo mi pueblo es eso: que nada cambia, y todo lo que he contado resultaría muy triste si se modificara o se perdiera.
Me consta que uno puede cansarse, que llega el desánimo, que crece la apatía, pero si sirve de estímulo diré que hay vecinos de Castronuevo que, al igual que yo, sienten, aman y recuerdan cada detalle de esas fechas, y del día dieciséis: el Día del Emigrante con el que estamos tan identificados y que usted nunca olvidó en sus plegarias, pidiendo por quienes estamos disgregados por la geografía española para que, al menos el día de la fiesta, el pueblo volviera a integrarnos en su comunidad. ¡Quién sabe, puede que esa petición traspase las barreras de la distancia y nos ayude a reforzar las viejas raíces que descansan en ese Castronuevo tan querido!
Apreciado párroco, cuando por la edad y las circunstancias ya no reside en Castronuevo y otro sacerdote ocupa el lugar que fue suyo durante tantos años, en este mes y a pocos días de la fiesta, tenga por cierto el agradecimiento de quienes, como yo, le recordarán siempre con el mayor afecto.
Cada año, al llegar el mes de Agosto, rememoro con mayor fuerza los recuerdos que marcaron mi niñez y adolescencia y, a medida que van transcurriendo los días, estas evocaciones cobran más fuerza. Aquellos días largos, calurosos del verano, esas tardes que comenzaban temprano en las que el tiempo se dilataba y permitía hacer tantas cosas, la quietud de la siesta, la hora de la lectura para quienes no dormíamos, el “sonido del silencio”… ¡nunca más he tenido tiempo de oírlo!, algún vecino que transitaba, la polvareda que levantaba de vez en cuando un tractor o un coche pasando ante la puerta, la villa… Presumo de ser una de las pocas personas que ha contemplado durante tantas horas la villa como para grabar en la retina la ubicación de cada cardo que crecía, la forma de su ladera o los senderos que se formaban los días de lluvia.
Son muchos los recuerdos, pero quizá ninguno se hace tan patente como el día de la fiesta del quince de Agosto: “La Asunción”; aquel día era especial y único. Ya desde por la mañana los altavoces de la iglesia nos despertaban a los acordes de cantos sacros, algunos en latín. ¡Lo que yo daría por volver a escucharlos, por aprenderlos, por poder transmitirlos a mis hijos! Aquella música era el comienzo del movimiento: desayuno, arreglo personal con las mejores galas y a misa.
Mis abuelos nos despedían a la puerta de casa porque ellos siempre iban a misa rezada; la misa mayor era la nuestra y los prolegómenos, aunque siempre idénticos, tenían algo de ritual que les confería un simbolismo inenarrable. Ante la iglesia esperaban los hombres que se agrupaban charlando en corrillos y cotilleando a las mujeres que iban entrando. Al abrir la puerta, el templo estaba lleno, casi sin asientos libres, con las cabezas volviéndose cada vez que alguien entraba. Las autoridades: alcalde, maestro, médico presidiendo en el lateral derecho del templo, los niños y niñas en los primeros bancos, luego las mujeres y al final los hombres.
Al cabo de un tiempo de espera aparecía usted ya vestido para la celebración. Entraban los hombres apresuradamente, mientras esperaba con una paciencia mal disimulada, reprobando con la mirada la displicencia de un niño o un ruido violento; quería que todo fuera perfecto, y siempre lo fue o, al menos, yo lo viví así: la majestuosidad de sus formas a lo largo de toda la celebración, sus pausas calculadas, la manera en que engolaba la voz, atenuándola y alzándola según quisiera dar mayor relevancia a su discurso, la vehemencia de sus gestos que se manifestaba incluso físicamente enrojecido su rostro y cuello por el esfuerzo de la palabra tras el púlpito; el sonido de las campanillas agitadas por sendos monaguillos durante la elevación, la hilera de fieles dispuestos a recibir la comunión mientras se escuchaban himnos sacros de los que todos participábamos, y al final algo que siempre me sobrecogió: desde el más completo silencio la voz de un labrador que, al fondo del templo, pedía un padrenuestro a San Isidro.
Cuando acababa la misa, llegaba el momento de los saludos; la gente se arremolinaba en pequeños grupos antes de salir del templo para abrazar a los amigos que no se habían visto desde hacía tiempo; luego todos se dispersaban: unos volvían a sus casas y los demás bajaban para dar un paseo por la carretera, tomar un vino o el vermut en el café y regreso a casa para comer. ¡Es curioso! Mi abuela nos ponía siempre el día de la fiesta ensaladilla rusa y pollo con pimientos de menú, y puedo asegurar que no he vuelto a degustar platos más sabrosos que aquéllos; ya nunca se repitió su sabor, o quizá era la forma de tomarlos; en familia, con ilusión, felices, sin que faltara nadie…
He escrito esto fundamentalmente por una cosa: don Alfonso, el párroco de mi pueblo, ha sido uno de los artífices más importantes para que mis sueños tengan continuidad. Yo no he vuelto a vivir esos momentos pero, en cada quince de Agosto a lo largo de estos años he revivido, en la distancia cada instante y confío en que todo siga igual porque si algo tiene de atractivo mi pueblo es eso: que nada cambia, y todo lo que he contado resultaría muy triste si se modificara o se perdiera.
Me consta que uno puede cansarse, que llega el desánimo, que crece la apatía, pero si sirve de estímulo diré que hay vecinos de Castronuevo que, al igual que yo, sienten, aman y recuerdan cada detalle de esas fechas, y del día dieciséis: el Día del Emigrante con el que estamos tan identificados y que usted nunca olvidó en sus plegarias, pidiendo por quienes estamos disgregados por la geografía española para que, al menos el día de la fiesta, el pueblo volviera a integrarnos en su comunidad. ¡Quién sabe, puede que esa petición traspase las barreras de la distancia y nos ayude a reforzar las viejas raíces que descansan en ese Castronuevo tan querido!
Apreciado párroco, cuando por la edad y las circunstancias ya no reside en Castronuevo y otro sacerdote ocupa el lugar que fue suyo durante tantos años, en este mes y a pocos días de la fiesta, tenga por cierto el agradecimiento de quienes, como yo, le recordarán siempre con el mayor afecto.
Mª Soledad Martín Turiño