SE ACABÓ EL PUEBLO
Con el alma rota, el gesto desencajado
los ojos llorosos y tristeza en el corazón
llevan en andas camino al camposanto
al último vecino que poblaba el pueblo;
un lugar fantasma que solo él alegraba
con un huerto pequeño poblado de esperanza
que proveía su escaso apetito,
y un par de gallinas que le abastecían
de compañía y huevos como pequeña granja.
Tocaba la campana de la vieja iglesia
cada domingo a las once en punto,
luego abría el templo, entraba con respeto
y rezaba sus plegarias sumido en un silencio
que retumbaba entre los muros firmes.
El viejo estaba solo, solo en aquel pueblo,
se empecinó en quedarse como decía siempre
a quien le preguntara: “de aquí al cementerio”
y así fue, en efecto.
Cuando se enteraron del óbito esperado
corrió la noticia como un estallido feroz,
llegaron más vecinos, familia, conocidos,
entraron en su casa, velaron aquel cuerpo
y luego lo llevaron a hombros entre lloros
al viejo camposanto que esperaba en silencio.
Ahora ya reposa en la tumba aquella
que preparó a conciencia, quitando los abrojos,
plantando enanos pinos que dieran sombra un día
al cuerpo maltrecho que allí abajo yacía.
El pueblo morirá sin esperanza alguna,
la campana sin tañido ensanchará su queja
hasta que ceda el muro aquel que la sustenta
y caerá al vacío, con el ultimo estruendo
como las otras casas, arrasadas y exangües,
sin importar a nadie, para siempre muertas.
Mª Soledad Martín Turiño