MI ABUELO, EL DEL PUEBLO
Recuerdo su cuerpo enjuto, delgado, fibroso,
caminante impenitente hacia los campos,
amante de la tierra que llevaba en la sangre,
con su cano pelo liso, bajo una gorra negra
que le cobijaba del sol y la polvareda.
Sus ojos eran vivos, pequeños y sagaces,
plenos de surcos bajo unas cejas pobladas,
la sonrisa pícara y casi siempre escasa,
parco en decires, generoso en silencios.
Las manos grandes, gruesas y encallecidas
acariciaban con la rudeza del campesino
la simiente, el grano o la incipiente semilla
en cada paseo por los campos que eran su vida.
Era mi abuelo. Él me enseñó a apreciar la tierra,
a valorar el terreno, ya fuera fértil o baldío;
me enseñó a escuchar largos silencios,
a caminar juntos observando el cielo,
a seguir el rastro de liebres o perros
que habitaban entre el cereal y el labrantío.
Me enseñó a escuchar conversaciones,
a sonreír y callar si estaba en desacuerdo,
porque eran en su boca las palabras
demasiado preciadas para malgastarlas
con fútiles argucias y argumentos.
Era mi abuelo: un hombre de campo,
sin apenas instrucción, pero con juicio,
sin otros bienes ni más compañero
que un viejo perro que le acompañaba,
o la cabritilla que ordeñaba cada tarde.
De costumbres reiteradas y sencillas
que repetía como un mantra todo el tiempo:
su pasión por un humeante café muy caliente,
asistir cada domingo a misa rezada,
comer frugalmente, fumar demasiado,
jugar la partida en el café a diario,
camisa en verano, pelliza en invierno.
Así era él, mi querido abuelo, el del pueblo.
Mª Soledad Martín Turiño