CAMPOSANTO
Cipreses que cobijan cuerpos muertos,
guardianes del amor y la esperanza
de esos visitantes esporádicos
que llegan con los rostros demudados
y se acercan con paso tímido a las lápidas
donde duermen aquellos que quisieron
antes de alzar el vuelo en pos de Dios y el cielo.
Cipreses que apuntan con sus copas puntiagudas
a lo alto y enlazan cielo y tierra,
señores por excelencia de estos lares
donde reina la paz y el silencio absoluto
se rompe por un ave que pasa
o un visitante de sollozo incontrolado
a causa de un familiar herido por la pena,
la soledad, el dolor o la ausencia
que produjo la marcha del finado.
Camposanto solitario y apartado
a la salida del pueblo o al discreto recodo
para no ser visto y evitar dolores
que no sean cotidianos y esperables.
Camposanto de feria en los difuntos,
de jolgorio y exuberante de flores
frescas, secas, de plástico, en jarrones,
búcaros, cristal o un solo ramo
que adornan sin pudor aquel recato
necesario de paz, excesivo de oropel fatuo
que se extingue en unos días
cuando el sol marchita las flores, el viento
arrastra macetas y el cementerio queda
reducido a un lugar de mayor muerte,
flor de un día y al otro basurero.
¡Dejad tranquilos a los que aquí duermen,
no soliviantéis su descanso con colores
que no pueden ver ni acaso quieran!.
¡Idos no sin antes meditar un momento
ante ellos con fervor rememorando
los días felices que gozasteis juntos
antes de que la muerte implacable llegara
con su manto de dolor a arrebatarlos;
esa oración llegará a sus almas,
traspasará tierra y cielo hasta el infinito
y tal vez ellos sonrían aliviados un instante!
Mª Soledad Martín Turiño