CADA TARDE
Cada tarde, cuando regreso
a la casa dormida de voluntad inquieta,
cumplida la obligación, más por deber que por ganas,
y entro en la áurea morada de barrotes,
siento que algo ha salido bien ese día;
entonces me despojo de los hábitos
con los que envuelvo mi cuerpo a diario,
contemplo mi imagen y el espejo
me devuelve el rostro de quien no conozco:
sus ojos hundidos denotan sufrimiento,
las mejillas ya no tan lozanas como antaño
siguen turgentes a pesar de todo;
la frente sucumbió a un duro golpe
y lleva el sello de una mañana aciaga,
la recorren surcos de gestos aprendidos
que impiden su lisura y manifiestan
apoyo a la expresión que exteriorizan
unos labios finos, ahora enmarcados
con sendos pliegas que los flanquean y tiran hacia abajo.
Mantengo el cuerpo con disciplina
intentando resistir malignas tentaciones
para no menoscabar aún más si cabe
un lógico e imparable deterioro,
no sucumbo a impulsos agradables
y cuido mi físico tanto como puedo.
Sin embargo los años pesan más que el plomo,
el torso se comba por el ritmo de vida
y cede la espalda al dolor imbatible
por soportar la carga día tras día.
Cada tarde, cuando regreso,
beso tu imagen y agradezco las lecciones
que me enseñaste en vida y muerte,
miro tu rostro perfecto para siempre
y doy gracias al cielo por seguir existiendo
en medio de deberes, cumplimientos y faenas
que jalonan la vida de este cuerpo inquieto.
Mª Soledad Martín Turiño