A LA MADRE DE UN HIJO MUERTO
Me cuentan que se te partió el alma una tarde desnuda,
llegó hasta mis oídos un dolor retumbante
que traspasó el aire y el tiempo y el silencio
hasta cumbres enormes ornadas de espanto.
Una punzada fina, como la de un estilete
se hundió en la carne inerte y acabó con su vida,
fue apenas un instante pero el ahogo fue eterno
hasta ver la certeza de aquella hecatombe;
después se hizo el mutismo, eterno e indestructible
y el asumir el trance porque la vida sigue.
La madre de tez cerúlea acomoda sus tribulaciones
al demacrado estado de pasar los días;
para ella el mañana se perdió en un tiempo
de proyectos vitales maquinados con celo
que ahora no son nada, ni siquiera sueños.
Aquel hijo cargó en su equipaje
un pedazo de alma de ella y del otro,
y de tanta gente que rodeó su vida,
iba tan cargado de amores y anhelos
que el peso de todos le apegaba a la vida
hasta que la madre entonces más madre
apartó aquel fardo y liberó sus alas,
le miró aún inmóvil y dijo despacio
acercando su alma al corazón perdido,
no sé cuantas palabras apenas susurradas,
ininteligibles para los presentes.
Fue un momento mágico de dolor y duelo,
las voces callaron, los ojos llorosos
clavaron su mirada en aquella escena
que nadie entendía, pues todos ignoraban
como unos vocablos apenas audibles
lograban aplacar las voces clamorosas.
La madre sonreía con emotivo gesto
a la vez que un alma ascendía despacio,
aplacado el dolor, acercándose a todos,
trocando el velorio en un lugar de encuentro;
Se fue, se había ido, lo liberó su madre
para acudir sin prisas, con amor en el alma
al sitio prometido donde van los buenos.
Mª Soledad Martín Turiño (Castronuevo de los Arcos)