ELOÍSA    (Zamora)

... La casa en que vivíamos, al igual que la de Eloísa, era una casa de adobe que nuestros antepasados habían ido levantando de forma progresiva desde hacía por lo menos doscientos años. Ambas, de dimensiones reducidas, una y otra vez habían sido ampliadas a fuerza de sobrevenir necesidades, las cuales nunca quedaron resueltas con pegotes porque el espacio de que se disponía tampoco se pensó que diera para más. Contenían por eso paredes torcidas y descuadradas, puesto que se aprovechaban rincones inverosímiles y ángulos desprovistos de hueco suficiente, de luz y de futuro. Tampoco supimos nunca a ciencia cierta si el constante mal olor que había en ellas provenía del cuchitril donde guardábamos los burros y las cabras, si de los orines y el abono acumulado en el diminuto corral, o simplemente era un revuelto de todo ello con el hollín y el humo que caían de la chimenea. Pero de lo que no cabía duda era de que este ambiente de sustancia orgánica y hedor devenía en propicio para que cucarachas, pulgas y chinches adquirieran un desarrollo extraordinario. Y si bien y repetidamente durante el año embadurnábamos con zotal y cal no sólo las cuadras, sino el corral y la práctica totalidad de suelos, puertas y paredes, en verano resultaba indispensable el flit para fumigar casi cada noche los colchones, los largueros de madera de las camas y las grietas que se abrían por entre los adobes, las piedras y los machones de los techos. La cuestión consistía a toda costa en no perder el combate y resistir.
Daba cada una de estas casas a distinta calle, pero las dos se encontraran adosadas a la casa–madre, la del tió Bardán. El tió Bardán era rico, y mucho. La suya era una casa enorme, y él era el amo de las nuestras y prácticamente de casi todo lo que tocaba alrededor. De aquí que, cuando llegaron los años de la emigración y el tió Bardán nos apretó las clavijas cuanto pudo porque deseaba hacerse con el solar de sendas viviendas miserables, nuestros padres aceptaron sin chistar las cuatro perras que les ofreció y las dos familias salimos zumbando, una hacia el Este y la otra hacia el Oeste. Este hecho no he podido olvidarlo.
Como mi familia y la de Eloísa siempre se odiaron a muerte, nosotros supimos que ellos se marchaban al oír berrear desde el corral a una de las cabras que mataban para carne, y porque, al anochecer, con malas artes vino Livino, uno de los criados del Bardán y nos dijo que qué hacíamos, que si estábamos dormidos, que si nos dolían los cadriles o qué, que venga, coño, dijo remachando, venga, pues a esas horas los Fabianos ya estarían comiendo sangre cocida de cabra por el camino. Así nos enteramos, pues durante muchos, muchos días antes, los padres de Eloísa y sus tres hermanos, y también mi familia, pusieron sus mil ojos y remedios para vigilar si era verdad o no lo que decían, que Eloísa y yo éramos novios y nos veíamos a escondidas, ya que nada podría ser peor que esta verdad, nada más humillante ni mayor deshonra para las dos familias, nada a semejante mancha. Antes la muerte.
Trece años Eloísa y quince yo. Cuando descubrimos que por debajo y encima de las cosas, y más hondo y más allá de las palabras, de los odres de odio y del ruido de las sangres viejas, en nuestras vidas no había ni bullía tuétano de rencor ni aves malheridas ni podridos soles ni abismos ni tampoco muerte, cuando ella y yo levantamos este umbral del mundo y comprendimos que un iris de temblor y ternura nos miraba al uno y al otro, y que la eternidad se detenía porque todo nos era un pasmo de amor nuestro y sólo nuestro, entonces, y no antes, fue cuando supimos que habíamos sufrido de pronto como un alud o diluvio, en cualquier caso una infusión profunda de sabiduría. Fue cuando la existencia nos habló claramente y empezamos a buscarnos por entre las rendijas en que existíamos y a no perder el beso sucesivo de cada tarde y su esplendor. Luminosa la vida, andábamos nosotros luminosos, y ligeros, y como sonrientes a cualquier petición o mandado, nos floreció un gesto que teníamos guardado por la frente y que incitaba a la cordialidad, a recoger los destrozos compartidos del hambre y el cielo, a mirarlos con rigor y a la vez con decisión y esperanza.
Y todo comenzó en el camposanto, cuando se ahogó Tinín, mi mejor amigo, y en el mismo instante en que bajaban con cuerdas el ataúd a la fosa y los muchachos y muchachas cogíamos flores y puñados de tierra y se los tirábamos como si fueran perlas para que siempre se acordara de todos y cada uno de nosotros.
Yo era por entonces retraído, muy tímido. Reconozco que el mismo Tinín, por ejemplo, podría ser mi antítesis. Ni se sabe cuántas cualidades reunía en sí mismo, cualidades sutiles que, a esa edad, cautivan tanto a las muchachas. Él expelía un halo de fuerza, de valor e intrepidez constante, y nunca, jamás le faltó esa suave sonrisa que descubre las hileras de los dientes con elegancia y da ese aire de arrojo, serenidad y suficiencia que tanto agrada a las mujeres.
Pero mentiría del todo si dijera que no me gustaba Eloísa con anterioridad a ese día. Algunas veces Tinín me hablaba de ella y me tiraba de la lengua, pero ¿ cómo alcanzarla...? ¿ cómo ponerme en evidencia, al descubierto, si yo no disponía de aquella simpatía... ? Al tirar la flor y la tierra a la tumba, recuerdo que fue cuando Eloísa me miró. Yo procuré verla como al resto de los jóvenes, con los ojos enrojecidos y las mejillas tumefactas porque el ambiente estaba tenso y latía un suspiro en nosotros permanente.
Sin embargo Eloísa se detuvo más de lo previsto, y, en ese instante, me pareció que me había mirado de otra forma, justo un poco antes de exhalar el dramático suspiro que exhaló de pronto. Al percibirlo así, no pude evitarlo y me quedé pasmado ante tanta belleza, y rápidamente intenté saber e interpretar qué me estaba diciendo, porque Eloísa ( ¡ me lo dijo, me lo dijo, supe que me lo dijo ! ) me había comunicado algo nuevo y diferente, no se trataba de resignación, ni de dolor, no, no, no, de ninguna manera, y, quizá, aún me lo estuviera diciendo dentro de sí misma... El corazón se me puso a latir como un loco y sentí ahogo, seguro que porque no me dio tiempo a pensarlo y porque no me lo creía ni acertaba a volver en mí. Empezó a darme vueltas la cabeza, y, para no caerme, momentáneamente tuve que apoyarme en una cruz para no caerme. Por momentos me resultaba imposible conciliar la desolación que sentía por Tinín y el golpetazo de gozo íntimo, aquella sensación increíble que me provocaba trepidantes calores y fríos, temblores y vértigos de forma inimaginable. Tres días tardé en detectar lo que ocurría con claridad. Tres días justos en constatar los términos irrepetibles en que tuvo lugar mi primer y verdadero amor.

Aquel verano de mil novecientos cincuenta y dos apretaban el calor y la dictadura. La gente, cabizbaja y mohína, andaba de un lado a otro con las costillas y el alma baldadas por los pesos y nudos de las cargas que, sin remedio, debía llevar a cuestas. Nosotros lo sabíamos bien. Mi hermana Angustias se había marchado a hacer el verano con una cuadrilla a Tierra de Campos y mi hermano Loren atrapaba al aire jornales sueltos sin hacer reparos acerca de para quién ni dónde. Era un verano en que podía verse la tierra reseca y desasida, calcinada, como si de un momento a otro fuera a convertirse en polvo. Sólo allá, a lo lejos, bajando y bajando por torrenteras y ribazos encontrábamos el río y arrancábamos la tos al mojarnos la aridez y desaparecer de nosotros, pues nos subía el frescor por las pantorrillas arriba y se nos inoculaba en el sexo y gritábamos y temblábamos hasta aspirar con fuerza y placidez el vaho que nos salía del cuerpo como una resurrección conocida.
Por los flujos suaves de las corrientes, al sosiego de las orillas cubiertas por sombras de támaras, sobre la hierba viva de los humedales, nos amamos. Al susurro y balanceo del agua yo la cogía por los hombros y Eloísa reposaba sobre mi cuerpo con los brazos en cruz, mientras le recorría los pechos cual si de lunas crecientes se tratara. Salíamos y, tirados sobre la tierra, la cubríamos totalmente con los brazos abiertos, la ocupábamos. Tales éramos en el amor y en sus pocos días, cuando en el suelo, y resbalando uno sobre el otro, decíamos ver la felicidad y la señalábamos y la seguíamos con el dedo mirando a lo alto y a lo azul hasta perderla por el horizonte, allí, donde se detenían con un tiemblo de locura y pasmo nuestros cuerpos y el mundo.
Para amarnos aprovechábamos la siesta, ese rato incontenible en que el sueño se adentra en lo que existe y, deteniéndolo todo, planea sobre las casas, discurre por las calles y marcha por ellas desmenuzando las piedras y olvidando a los hombres que posan sobre tablas y jergones. Eloísa y yo descubrimos pronto los ardides de amor: los ribazos, los peligros, los sortilegios y cuidados de las puertas entornadas, entablillamos entre nosotros el secreto y la lealtad. Ahora sé que hubimos de entrar en todo de repente porque no sólo se nos hizo brutal sino urgentemente necesario.
Y enseguida, al terminar el verano, incluso antes creo, ambas familias nos habíamos marchamos. A la busca de otro tiempo íbamos, a la de días que contuvieran ratos de vida exactos y decentes, a luchar, a comprobar con hechos concretos la redención real de Cristo. Este y Oeste, zonas francas, ciudades industriosas, Seguridad Social, horas extraordinarias, pisos donde vivir y escuelas, el humo de la ciudad... No quisimos marcharnos a Alemania ni a Bélgica. Tampoco en casa de Eloísa.
Y ya, sin ella, no sé cuántos días, semanas o meses, las esquirlas y cuchillos del tiempo estuvieron apareciéndoseme por las esquinas, saliéndome de frente desde detrás de las puertas y en las oscuridades de las noches para diseccionarme las manos y la memoria. No pude encontrar a los quince años medida alguna de mar ni meridiano que me permitiera clasificar y discernir con exactitud este tiempo de horror, esta pausa sin pausa que me llevaba, que me arrancaba materialmente ahora y luego una vena, dos latidos, y al final un reguero insaciable de calor. Me estaba muriendo. ¿ Será cierto que por inanición todo se muere ? … aunque tal vez en el corazón y la mente quede una nebulosa con que ir atemperando la vida y alejándola de quien fuimos, para quizá ofrecernos una estructura con la que poder obtener una nueva, diferentes y definitiva realidad, pues así era yo y así era en mí.
He trabajado cuarenta años en un almacén de materiales de construcción y a veces me pregunto qué habré conseguido sino consumir simplemente la vida. El barrio en el que he vivido, y vivo aún, es un barrio de bloques altos y alargados que discurren paralelos entre sí y conformando calles iguales, pero eso sí, las calles con nombres muy pomposos de montes y ríos. Tardaron años en asfaltarlo, sus fachadas verdosas se encuentran desconchadas hace mucho y los reguerones han acabado confundiéndose con los colores de la ropa tendida y los cachivaches de todo tipo que atascan terrazas y balconcitos. Naturalmente, y como pueden imaginarse, son bloques subvencionados, los que hicieron a toda prisa para los que llegábamos huyendo con el hambre a cuestas de todas partes. Por eso, concluyo y digo que mi vida no ha tenido nada, nada de extraordinario: una esposa, Isolina, también emigrada, fallecida hace dos años la pobre a consecuencia de cáncer de ovarios, y un hijo y una hija que afrontan el porvenir con dificultad, pero tal vez mejor. Luego, y por el vicio de leer, un poquitín de cultura, y una pensioncita de peón-especialista que, a pesar de costarme tantos años de trabajo, es la que me está permitiendo venir a mi pueblo ahora a rememorar lo que dejé y también lo que fui y lo que fuimos.
Y aunque supongo que será más o menos como todos los pueblos de secano, lo cierto es que ha cambiado una enormidad. Realmente está desconocido, pero, después de tanto tiempo, la gente o se ha muerto o se ha olvidado. Otros también se fueron y continúan por el norte, o en Suiza o Alemania. De los pocos parientes que dejamos, sólo los más viejos dicen que recuerdan algo. Este olvido produce al principio un efecto devastador, te quedas pensando que es como si no existieras, y acabas preguntándote casi quién eres, qué haces aquí y si merecerá la pena haber venido. Por otra parte, sin embargo, ocurre como si se me hubiera liberado de la antigua pobreza, más que nada respecto de la casina que con tan malos olores teníamos antaño, ya saben, la que nos quitó el tió Bardán, y esto produce un escalofrío de bienestar. Del tió Bardán me han dicho que hace tiempo que murió, y por donde iban la casa de Eloísa y la muestra, ahora pasan calles asfaltadas, si bien con una acera estrechita. Se nota, se nota mucho que todo está ordenado y aseado, mucho, y más limpio, se oyen menos ruidos y, sobre todo, hay agua corriente con una tubería verde, larguísima y enorme, que sube desde el río. También se ven bastantes coches y tractores. Antes no había nada de esto. Hasta han instalado en la escuela vieja un dispensario donde el médico recibe dos veces por semana. Todo lo tengo mirado y preguntado, más que nada desde ayer por la tarde, desde después de comer, porque hay cosas difíciles de explicar si no fuera porque, a unos y a otros, el laberinto del destino nos las tienes juradas y no podemos eximirnos de él por mucho que emigremos, por mucho que nos eche el tiempo sobre del cuerpo y nos acribille la memoria.
Confieso que después de comer temprano en el hostal que hay a la entrada del pueblo, y muerto de nostalgia, cogí el bañador, me puse zapatillas y fui bajando poco a poco por los ribazos y torrenteras que tan bien conocía de muchacho y van al río. Me iba parando como por instinto a cada paso, me detenía porque, quiérase o no, cuando escarbamos y escarbamos en los hoyos del pensamiento, es como si fueran apareciendo aromas y emergiendo figuras, como si llegaran sonidos que de pronto, y después de sorprendernos por entre las fisuras de las cosas, se fueran y diluyeran entre la luz y el aire, pero tocando y resonando a lo largo de una espiral de bronce produciendo murmullos y voces enormemente lejanos y a la vez tan queridos.
Y como entonces, apretaba el calor, y las dos cruces, las que dejó la dictadura sobre el Alto de los Fresnos, habían desaparecido. Como ya he dicho, el olvido con su destrozo es así, y en estos años de fines de siglo casi da miedo olvidar. Abajo, en el río, han hecho como una especie de playita con arena y piedras, y, para obtener sombra, han plantado unos cuantos chopos y sauces en dos filas. En la playita no había nadie, por lo que continué con los pantalones remangados chapoteando por la orilla hacia las corrientes, en busca de los recodos y umbrías que un día me ampararon la vida cuando tuve quince años. Todo se encontraba muy cambiado, como si poco a poco las avenidas invernales de agua y maleza hubieran ido usurpando espacios y geometrías, modificando los recuerdos y el corazón.
A una distancia aproximada de cien metros, justo donde discurrían las corrientes que buscaba, descubrí a alguien. Evidentemente era una mujer. Sin embargo, al verla, tuve un estremecimiento y el corazón se me puso a dar saltos y a darme golpes en el pecho por todas partes. Era una mujer levantándose con una mano el vestido hasta la rodilla para caminar por el agua y que se detenía para cogerla con la otra y dejarla escapar entre los dedos. Avivé la mirada y me dije nerviosísimo que no podía ser, pero que si lo era, qué inmensa casualidad, por lo que salí del cauce y, para cerciorarme, continué observándola desde la orilla, escudriñando por entre los herbazales, los juncos y las ramas de las támaras. Cuando estuve a su altura y esperaba que se diera la vuelta para vernos frente a frente, yo, en ese momento, era un tigre con las arterias rotas bombeándome la sangre sin sentido ni rumbo, un era repartidor de materiales de construcción jubilado, asustado y con el sentido perdido, un viejo tonto que de repente quiso un día volver atrás y no morirse sin antes combatir la depredación del tiempo, ganar o perder frente a él, acribarlo, para luego saber qué queda.
Cuando nos vimos nos separaban diez metros, pero, aunque en realidad esa distancia eran montañas y mares hasta entonces inadvertidos e inescrutados por nosotros, en ese instante no sólo nos intuimos y reconocimos, sino que obtuvimos esa certeza de las aceptaciones inauditas cuando me atreví a decirle ¿ te gusta como está El Paraíso ahora, Eloísa ? y ella, dejando caer de golpe el vestido en el agua, mojándoselo, levantó los brazos murmurando cosas urgentes e ininteligibles. Avanzó entonces hacia la orilla deprisa y yo hacia dentro y nos cogimos llorando las manos sin saber muy bien qué hacer con ellas ni con nosotros mismos, no sabíamos qué hacer con los puñados de tiempo que encontrábamos por todas partes y que se nos escapaban como pájaros por los ojos sin poder contenerlos. Dando tropezones sobre los cantos del río con las manos cogidas, gimiendo y reconociéndonos, uno al lado del otro salimos del agua. No podíamos hablarnos y tardamos en hacerlo porque sólo llorábamos. Nos mirábamos y arrugábamos la frente, nos dolía la boca para decirnos algo. Claro, no era cosa de que yo llorara mucho, porque ella era una señora y yo un señor y nos quisimos, y compartimos un día la primera fiesta y la primera desconsideración de la vida.
Por los alrededores había silencio, pues seguía siendo la hora posterior al mediodía, la de la siesta, la que vino con nosotros desde el Este y Oeste del mundo con los diales consumidos y las vueltas dadas, pero con los leves crujidos que quedan por el corazón, ésos que tanto esconden y a veces tanto niegan, incluso - qué leches - viejos tontos como yo.
Tres días hacía que Eloísa se albergaba en mi mismo hostal, y éste era el tercero - según habría de saber más tarde - que Eloísa venía al Paraíso a pensar. Me dijo, además, que tal día como mañana había sido cuando se ahogó Tinín, y su voz sonó quebradiza, tal y como si hubiera ocurrido ayer mismo. Qué cosas. De repente, sin esperarlo, me hizo ver todo y sentirlo, por ello se me volvieron a arrasar los ojos aunque me diera un poco de vergüenza.
Ahora he podido comprender que qué miedos se introducen por las rendijas de las palabras que no permiten que resucitemos como éramos, qué prejuicios diría yo, tan... A esta edad quizá sean respetos honorables, pero también pudiera parecer a alguien que ya no somos seres humanos con derecho a levantar el sol a medianoche y hablarle como si fuéramos un dios.
Eloísa, la mujer, se casó pronto y también enviudó pronto. No tuvieron hijos. El marido murió en un accidente de mina en que trabajaba, y ella, desde entonces, ha regentado una tiendecita de chucherías, imaginando alegrías, hadas y duendes de chocolate para los niños.
Yo no sé si mañana seremos capaces de reconstruir cuarenta años de destino y negociar unas horas con él para que recuerde todavía quiénes somos, no sea que después de todo vaya a irse de vacío sin nosotros. No lo sé. Hoy hemos hablado mucho y paseado formalmente por la carretera y por el paseo nuevo de las moreras y las acacias, hemos parado en la fuente y, pensativos, los dos hemos tocado el agua con las manos y también nos hemos invitado en sentido moderno. Eloísa tomó dos sidras y yo unas cañitas. Pero yo, mientras andábamos, la fui observando. Le seguí la voz y procuré cogérsela como antaño en las corrientes, o como cuando nos tirábamos en la hierba y mirábamos para arriba, derechos al cielo, y nos hacíamos enormes. Al mirarle lateralmente y de refilón los pechos, he sentido muchos reparos. Y aunque de forma natural se le hayan agrandado hasta adquirir su propia redondez y madurez, lo cierto es que son unos pechos turgentes aún, con una altivez capaz de desbaratar a un hombre y hacerle provocar cualquier revolución. Su voz, en cambio, es nueva casi toda. Sólo cuando para llamarme dice Francisco, distingo un eco que, al rebotar por los tabiques del recuerdo, en el timbre final la identifico y ello me tensa y emociona. Entonces la quiero. Es cuando me desafío a mí mismo y ya, sin rubores, la miro directamente a los ojos. Y ella, aunque parece que no se da por enterada y me habla y me habla para desviar mi afán de hombre, yo me voy diciendo para mis adentros ya veremos dentro de un rato, o mañana, ya, ya veremos. Sólo sé que cuando nombro El Paraíso se turba y pestañea mucho, es cuando mira con rapidez al suelo y también para mí. Luego, insistiendo, me digo a mí mismo que sus pechos siguen siendo hermosos, y que probablemente, sueltos y libres, seguro, seguro, se pondrían a temblar.


Orión de Panthoseas