LA DOMA    (Muelas del Pan)

Contaba hace unos días las peripecias que pasé con un potro que había comprado mi padre en la feria de Fonfría de Aliste. Era un potro no domado por lo que después de contarle a mi padre lo que me había sucedido decidió domarlo para que no volviera a suceder, pues en esta situación podría resultar peligroso.
Y dicho y hecho. Un domingo de mañana decidió que durante la misa quedásemos él y yo solos y procedería a montar el potro. Yo me quedé con él por si había algún percance, pues nunca se sabe lo que puede pasar. De momento, le puso las bridas o el bocao, que de ambas formas se llama. Previamente, lo había atado con una cuerda al cuello y a la pared. El animal se resistía a vestir tan extraño instrumento, pero consiguió colocarle el freno. Una vez puesto, lo desató, pero lo sujetaba con la brida. El caballo se alzaba con las patas delanteras y relinchaba, pero el dolor del freno ya empezaba a dominarlo. A continuación, lo arrimó a una pared para montarlo. El animal se resistía, pero de un brinco mi padre se puso encima de él. Empezó a dar saltos, como hacen los caballos en las películas de los rodeos americanos, pero no consiguió tirar al jinete. Mi padre lo dejó que brincara y protestara, pero se amarraba bien y no cayó. De pronto, con una fusta que tenía preparada, le sacudió en las ancas con lo que el caballo empezó a galopar. De vez en cuando intentaba pararse, daba brincos, relinchaba y se enfurecía echando espuma por la boca. Pero de poco le servía, el domador era un profesional que había montado muchos caballos. Arreó al potro más con la fusta y le obligó a galopar a buen ritmo, las eras adelante, hasta el Alto del Barrillino, el lugar donde comienzan las eras comunales que van formando una gran pradera en forma de vaguada. Allí lo dejó descansar un ratillo sin bajarse. El caballo se movía inquieto y yo lo veía desde la lejanía, muy preocupado pues temía que derribara a mi padre. No fue así. De pronto, el jinete volvió a fustigar al caballo y lo direccionó a todo galope hasta el tramo de era donde yo estaba. Cuando llegaron, el caballo sudaba abundantemente y tenía los ojos de zagal obediente. Mi padre lo acariciaba en el frontal de vez en cuando y el caballo parecía sentir respeto y placer.
Entonces, mi padre me dijo: «Quédate aquí hasta que yo vuelva. Voy a hacerlo galopar de forma normal hasta la Laguna Instante. Cuando vuelva, ya podrás subirte en él». Y así lo hizo. Fue galopando por el valle de Piedrafincada arriba hasta la Laguna Instante como si fuese un galopar de toda la vida. Regresó y allí estaba yo. Bajó, le quitó el freno y le puso una cabezada normal, sin freno pero con ramales. Le rascó la frente y el caballo estaba manso como un corderito. Me dijo mi padre: «Ahora vas a montarlo tú. Pero, sin correr. Solamente dando un paseo por la pradera, hasta que se acostumbre a ti. A partir de ahora ya podrás montarlo y galopar con él». Así lo hice y no pasó nada. Lo estacó en la pradera, con una simple soga atada al cuello y con aproximadamente veinte metros de radio. Allí quedó el caballo pastando como si no hubiera pasado nada. La gente ya empezaba a verse por las afueras del pueblo. Mi padre me dijo: «Cuida del caballo hasta mediodía, en que regresaré. Ahora voy a tomar el vermut a la Tasca del Tío Gitano». Y se marchó.
Días después, abrieron la hoja para el pasto del ganado. En tiempo de veda de pastos estaba prohibido dejar el ganado suelto en determinadas zonas. Estas correspondía con el lado de la hoja vedada, la otra hoja quedaba libre. Eran tiempos año y vez.
Aquel día, abrieron la hoja y la gente llevaba el ganado mayor al pasto. Las ovejas y cabras no podían ir hasta un tiempo después.
Nosotros escogimos el prado de Laguna y Peña; otros fueron a la Pedrera; otros a Valdelacierva; otros a la Manga de Santiz. Cada cual escogió donde quiso.
Fue un día de jolgorio. Los animales pacían y no molestaban. Los chicos se dedicaban a jugar a la estornija y otros juegos similares. Y llegó el atardecer y, con él, el momento de regresar. Muchos animales tenían que desperezarlos pues, tanto pastar, ya estaban ahítos e intentaban sestear.
Al regresar, hice una apuesta con mi hermano menor. Le dejaba una distancia y en ese momento comenzábamos a galopar. Cuando él llegara a la altura de las lagunas de las Barreras Midias, yo arrancaría y debía de alcanzarlo antes de llevar a la laguna del Barrillino. Y así fue. Cuando hubo llegado a la altura de las lagunas Midias, yo arranqué a galopar. Pero, a poca distancia, estaba la zanja del Arroyo de Vallopinto, que yo no había tenido en cuenta. Y ya iba a todo galopar, pero al llegar a la altura de la zanja el caballo frenó casi en seco. Porque no frenó en seco. Sus cascos resbalaron en la hierba, pero yo salí por los aires como un avión y quedé aplanado al otro lado de la zanja. El caballo, al no poder frenar del todo, tuvo que reiniciar la marcha y saltar el regato, con lo que alguna pata me pisó en la espalda. Mucha gente vino a socorrerme, pero yo me levanté enseguida. En caliente, no me dolía nada. Poco después, empezó a dolerme todo. Un primo mío se hizo cargo del caballo y fue a juntarse con mi hermano, el cual, al mirar hacia atrás y ver que no le seguía, se había parado. Aquel día llegué molido a casa, pero sin más consecuencias que las molestias del golpe. La verdad es que fui la risión de todos.

Luis Pelayo Fernández E49167