LA CAJA DE HERRAMIENTAS    (Muelas del Pan)

Bueno, no sé ni cómo empezar, pues el título quizás no sea de lo más adecuado, pero, la verdad, es que este relato trata sobre una caja de herramientas.

Hace ya bastantes años que vi la luz en las postrimerías de la estepa castellana en un pueblo donde se construyó una gran presa. Allí vi, desde mi infancia cantidad de cajas de herramientas. Los hombres que las utilizaban me parecían auténticos supermanes. Yo, cuando les veía manejar todos aquellos útiles los tomaba como personas que “sabían mucho”. Por esa razón me dije: cuando sea mayor yo también tendré una caja de herramientas y podré hacer cosas maravillosas. Hacer andar cintas transportadoras, arreglar los GMCs, subirme a las torres y colocar los aisladores, arreglar las ruedas de los carretillos y las poleas del pozo, apretar los tornillos de la apisonadora. En fin, podré hacer lo que hacen estos hombres que trabajan en todas estas máquinas que construyen la presa.

Pasaron muchos años y no conseguí jamás tener una caja de herramientas. A veces la rueda del carretillo se salía y tenía que sujetar los cojinetes que la sustentaban con alambres que encontraba junto a las torretas de alta tensión. Lo único que podía hacer para que no se desgastaran éstos era untarlos con cueros de tocino rancio que solían estar en algún rincón de la casa. Hubo veces que hasta las lechuzas se los comieron y, entonces, la rueda del carretillo chirriaba y había que hacer un sobreesfuerzo para empujarlo.

Pues sucedió que las obras se acabaron y la gente comenzó a marcharse. Mis padres también se fueron algún tiempo después, pues los negocios del pueblo empezaron a flojear. Mis padres tenían un tejar, pero como la gente se marchaba cada día se construían menos casas y de los cinco tejares que había en la aldea no quedó ninguno.

Desde la gran ciudad catalana, donde aterrizaron mis padres, poco tiempo después la gente comenzó a marcharse para Alemania, Francia y otros países europeos que se recuperaban de la hecatombe de la segunda guerra mundial gracias a la ayuda americana expresada en el famoso “Plan Marshal”.

Aquella salida hacia nuevos horizontes también la aproveché yo. Me fui a Alemania, a la zona del Ruhr y allí volví a ver gran cantidad de cajas de herramientas que despertaban mi envidia, pero yo iba en plan de “Gastarbeiter”, trabajador invitado, y no podía usarlas, sino sacarlas y meterlas en la caja según mandaba el maestro. Pero por lo menos aprendí lo que era una llave inglesa, un berbiquí, una broca y un taladro y otras veinte mil herramientas más.

Por razones que no vienen al caso tuve que retornar a España y quedarme en el país durante, aproximadamente año y medio. Pero la presión de mano de obra sobrante te empujaba a marcharte al extranjero. Esta vez escogí Francia como punto de destino. Allí ya no se veía el paso de la guerra como en la Kurfuerstemdamm de Berlín. Allí los edificios tenían el sabor añejo de siglos como en la Barcelona del Casco Antiguo. Por esa razón me gustó Lyon y barrio de Saint Jean. Me gustaron mucho los ríos Ródano y Saona; ver pasar a sus barcos y gabarras; el templo de La Fourvière…si aquella ciudad me gustó porque tenía sabor a España. Con un poco de suerte allí podría comprarme una caja de herramientas, aunque la tuviera guardada en el armario de la habitación que recientemente había alquilado.

Uno de esos sábados en que uno no trabaja, y aprovechando que ya había ganado los primeros francos montando cocinas de gas, (con caja de herramientas de la empresa), decidí llegarme hasta el Carrefour, unos grandes almacenes situados en los arrabales de la gran ciudad, para comprar algo de ropa prêt-à-porter. Allí vi que había de todo, incluso cajas de herramientas. Me fijé en una muy coqueta y chiquitilla de color azulado. Valía poco, esa es la verdad, pero con pocos francos la podía adquirir. También examiné el precio de algunos destornilladores, llave inglesa, una linterna, cinta adhesiva y lo mínimo que debe de haber en una caja. La compré junto con la llave mediana, un destornillador de estrella y otro mediano normal, la cinta adhesiva, un alicate universal y un alicate pelacables. En realidad fue un gran esfuerzo, pues ese fin de semana tuve que conformarme con pasarlo en la habitación, el dinero del “finde” lo había invertido en la dichosa caja.

Pasaron días y meses y mi caja la había guardado en el armario. Era como una virgencita colocada en una hornacina. Siempre le prometía que la iría rellenando con nuevas herramientas para que no se sintiese vacua y ajena a su menester. Poco a poco fue guardando cantidad de útiles hasta estar casi llena.

Cuando yo paseaba por la Place Bellecour, la Place de la République o los quais de la Saône siempre iba pensando de qué manera haría llegar mi caja de herramientas a España. Aunque pensara en ello me embelesaba ver pasar los barcos que venían del Sena y se dirigían a Marsella. Pensaba para mí: ¡Para hacer esta gran obra los franceses han tenido que utilizar muchas cajas de herramientas!

Uno de aquellos días conocí a a un gallego que era la mar de simpático. Como le dije que yo era de la provincia de Zamora, me tomó gran aprecio. Él había nacido cerca de La Gudiña, una aldea cercana a las montañas de Sanabria. Hablamos de muchas cosas, especialmente de nuestra España querida y remota. Él sentía la misma morriña por Galicia que yo por Zamora. Este elemento común cosió una gran amistad entre nosotros.

Pasaron algunos meses hasta que llegó el verano y la época de vacaciones. Yo no tenía dinero para ir a Zamora, pero mi amigo me dijo que se iba a pasar un mes a Galicia. Se me ocurrió que podía llevarme la caja de herramientas a Zamora. Él me dijo que pasaría por Benavente, pero no por Zamora. Vio que me entristecí y me dijo: “Bueno en realidad no tengo la obligación de pasar por Zamora en función de la ruta, pero he pensado mil veces en conocer la ciudad, así que esta vez pasaré por allí”. Tráeme la caja y te la llevaré a Zamora. ¿Dónde la dejo? ¡Ah! en cualquier lugar de la ciudad, en cualquier establecimiento que tú quieras. Solamente tienes que tomar la dirección y yo la pasaré a recoger algún día. ¡Pero, hombre! ¿Tú crees que te la guardarán. ¡Si! Tú déjale en cualquier lugar y diles que pueden pasar meses o años, pero que yo pasaré a recogerla. ¡Bueno…bueno! Así lo haré.

Era, aproximadamente, el año 1969. Todavía en Francia se hablaba de los éxitos de la Revolución de Mayo de 1968. A mi me había tocado en una fábrica de compresores de Vennisieux. Los salarios mejoraban a marchas forzadas y mi situación también.

Mío amigo regresó de vacaciones y me dijo que la caja la había dejado en un bar de la Avenida de Galicia de la ciudad de Zamora llamado “Bar Nieves”. Que la señora le había garantizado que guardaría la caja toda la vida que ella viviera y que la guardaba en una estantería de la trastienda del bar.

Llegó el verano de 1971 y yo ya tenía dinero para ir de vacaciones a España. Me hice un buen recorrido con mi novia por Cataluña, Madrid y fui a mi pueblo de Zamora, llamado Muelas del Pan.

Cuando llegué a la capital de la provincia lo primero que hice fue informarme dónde estaba la Avenida de Galicia y el Bar nieves. El coche de línea salía a las seis de la tarde para mi pueblo. Era la hora del aperitivo y entré, con mi novia, en el Bar Nieves. Allí había una señora ya bastante entrada en años que nos saludó al entrar. Pedimos una consumición y nos atendió la señora maravillosamente. Hasta comimos una tapa.

A mi me daba un poco de vergüenza preguntar por la caja después de tanto tiempo. Finalmente me atreví y me dijo: ¡Ah, el de la caja, bienvenido! ahí en la trastienda la tengo. Entró la mujer y me la trajo y repitió: “Jamás dudé en que vendrías a buscarla. Sólo temí en morirme antes”.

Fue grande la alegría por mi parte. Todavía la señora nos invitó a otro aperitivo con tapa. Prometimos que algún día volvería por allí.

La caja de herramientas la llevé a Muelas del Pan y la dejé en casa de una tía mía de donde la recogería algún tiempo después. Regresé a Francia y todavía me entretuve allí algunos años hasta regresar definitivamente a España, ya casado y con los primeros hijos.

Cuando recogí de nuevo en mi pueblo la caja, la metí en mi primer coche, un C8 familiar; después estuvo en un Skoda y, actualmente, sigue en el maletero de mi vehículo peugeot, desde donde pasará a otro si algún día puedo comprarlo y sigue estando con las pocas herramientas que aún quedan y ya bastante oxidadas.

También pasé por el Bar Nieves para saludar a la señora y tomarme un aperitivo. El bar estaba cerrado y medio en ruinas como de estar abandonado. Sentí una profunda tristeza. Ahora, cuando han pasado muchos años, siempre que paso por aquella zona guardo un minuto de silencio por aquella mujer que supo ser fiel al ideal zamorano de fidelidad y confianza.


Estulano, 2006