EL PIRRIAKAS    (Muelas del Pan)

Corría la entrada del verana del año 1954 y mis padres ya estaban preparando todos los utensilios e instalaciones para comenzar la temporada de aquel año. A las escobas ya se les estaba cayendo la flor y a las acacias de la carretera hacía ya bastantes días que les habían desaparecido los pímpanos. No obstante, la avenida que formaban era aprovechada por los lugareños en los ratos de asueto del atardecer cuando el sol tendía a desaparecer por el dilatado horizonte roquizo de Corcovado. Cuando las parejas de paseantes comenzaban a pulular por la citada avenida, asomó por el camino de Los Barriales un hombre montado sobre un asno acompañado de un perrito que correteaba de lado a lado del camino. Todo indicaba que venía hacia el tejar. Como las visitas de forasteros eran harto raras en esta época, el hombre del burro despertó no poca expectación y todos cesaron en sus faenas tomando una postura de observación y de espera, como el que suspende su actividad y medita para encontrar la solución de una adivinanza.

En efecto, al cabo de pocos minutos el hombre dobló el camino y se dirigió can franca seguridad hacia el interior del tejar. Después de desear cortésmente las buenas tardes y agradecer que había pillado “abierto” el establecimiento, sin más preámbulos expuso la razón de su visita: “Verán ustedes, hace dos horas que salí de Andavías para aprovechar la tarde y venía a que me vendieran una docena de ladrillos de horno, pues tengo una parte de la bóveda algo deteriorada y quisiera repararla antes de que se echen de llena las tareas del verano. Como aquí hay cuatro tejares, he pensado que en alguno de ellos no tendría dificultad para encontrarlos”. Mi padre responde: “creo que está usted de suerte, pues creo recordar que aún quedan algunos de la última hornada del año pasado en la tenada de al lado". En efecto, en la tenada de al lado hay un rimero de ladrillos de horno que superan ampliamente la docena.

“El caso es que resulta - dice el de Andavías - que en llegando al Alcornocal me percaté de que no había cogido dinero y me va a resultar difícil aprovechar el viaje”. "No ha de resultar un problema ese pequeño obstáculo, pues yo conozco mucha gente de Andavías entre las cuales es posible que encuentre de su familia, llévese, pues, los ladrillos sin ningún tipo de impedimento y que pronto le veamos por aquí de nuevo”.

Entretanto los chicos habían estado jugueteando con el perrito y, cuando vieron que el hombre lo llamaba para marcharse, pidieron que el buen hombre se lo regalase. Al oír la petición, el hombre de Andavías dijo: “vuestro es y cuidadlo bien, pera tened mucho cuidado porque es muy juguetón y os puede causar daños". Al oír tal desprendimiento, mi padre quedó satisfecho y dijo al de Andavías: "Regalo por regalo, al fin y al cabo esos ladrillos los tenía ya ahí sin ánimo de darles venta. No se preocupe, pues, de venir a pagarlos y que tenga Vd. Suerte”. El de Andavías, más contento que unas castañuelas y después de los parabienes de rigor, queriendo ya empezar a obscurecer, tomó el camino de Los Barriales y pronto se perdió de vista. Mientras, el perrito, lanudo y blanco, parecía haber encontrado el hogar de toda su vida.

Poco rato después todos regresábamos al pueblo dejando atrás la sinfonía del campo y el resplandor de Zamora a nuestra izquierda, mientras "Pirriakas”, ese fue el nombre que le dimos al perrito, siempre correteando y juguetón, iba y venía gozando de la amabilidad de sus nuevos dueños con los que se identificaba como si desde su nacimiento los hubiera conocido.

Fue pasando el verano y el Pirriakas fue creciendo. Poco a poco, a medida que crecía, le iba saliendo una tupida piel en forma de lana que ya para sí quisieran algunos corderos. Era el encanto de los niños que no cesaban de jugar con él alternativamente.

Pero el Pirriakas empezó a crear problemas a la tranquilidad de la casa. Cada día preparaba alguna barrabasada que era el comentario del día. Por ejemplo, cuando las tejas de la mañana estaban tendidas en la era, recientes del trabajo de la mañana, y los operarios aprovechaban los calores del mediodía para hacer el reposo de la siesta, él se entretenía, muy afanado, en ir y venir por encima de las filas de teja tendidas, colocando sus patas sobre el lomo de las mismas, quedando el sello de su travesura sobre una mañana de trabajo perdido…

Para quitarle tan fea costumbre, se le dejaba acercar a las tejas y, cuando intentaba desarquearlas con sus pezuñas, se le mostraba el sabor de una vara de mimbre de las que se crían en Valdemaderos. Llegó un momento en que el animalito comprendió que aquel juego era peligroso y desistió de él.

El Pirriakas se alimentaba, comúnmente, de mendrugos de pan duro que sobraban de las comidas y solía comerlos con harta glotonería. Sin embargo, como si los calores del verano le hubiesen quitado el apetito, empezó a desdeñar los mendrugos. Al mismo tiempo, como si el calor invitara a la pereza, las gallinas, que solían poner habitualmente una media docena de huevos, dejaron de hacerlo, por lo que el ama de la casa empezó a perderles el cariño y, más de una, injustamente, hizo compañía al pisto del mediodía. No obstante, se discutía el tema. Era muy extraño que, de golpe, todas las gallinas hubiesen dejado de poner.

Un buen día, al irle a dar un mendrugo de pan al Pirriakas, se observó que tenía la boca manchada de huevo. No hubo que investigar mucho para comprender lo que estaba sucediendo. Al pobre Pirriakas, para deshacerle de esta mala costumbre, se le daban huevos y, al ir a comerlos, se lo obsequiaba con la consabida mimbre hasta que el buen perrito llegó a aborrecerlos. Comenzó de nuevo a comer mendrugos de pan.

No duró mucho esta felicidad, pues de nuevo comenzó a desaparecer durante largos ratos y volvió a despreciar el pan.

Pronto se supo la causa, cuando el Sr. Manuel Pachaco, en persona, vino a quejarse de que nuestro perro estaba dando cuenta de la cosecha de uvas de su viña. Como nos daba pena matarlo, lo atamos durante algunos días, pero era tan zalamero y cariñoso, que lo soltábamos al atardecer, siempre bajo vigilancia.

Fue por aquéllos días cuando Rosario La Batallas, Piedrafincada abajo, se dirigía al pueblo con su bicicleta. El Pirriakas, que no tenía otra cosa que hacer, fue a por ella, la tiró de la bicicleta y le rasgó todo el vestido… Con esta última faena fue del todo necesario sentenciar al Pirriakas.

El castigo fue que habría que sumergirlo en el Embalse con una piedra atada al cuello a fin de que no pudiera escapar.

Para este menester, el patrón de la casa encargó al hijo mayor, de diez años, con la severa advertencia que de no cumplir la orden correctamente, iba a tener que andar una temporada sin poder sentarse. Para ello le proporcionó una buena soga, larga y sólida.

El chico, que a pesar de que quería mucho al perro tenía un serio respeto por las advertencias paternas, ató la soga al cuello del Pirriakas y lo llevó hasta el risco que hay junto a las casas de Las Revueltas. El embalse estaba a rebosar. Pasó largo rato contemplando el Embalse y su oleaje, pensando al mismo tiempo en cómo lo haría.

No tardó en decidirse. Allí, junto a una grieta, había un buen pedrusco. Ató el otro cabo al mismo y lo colocó junto al borde del risco. El perro, como si adivinara lo que se trataba de hacer, reculaba y miraba con ojos zalameros y saltones, como pidiendo clemencia. Le costó mucho al muchacho, pero, de un arrebato, empujó la piedra y el Pirriakas fue tras de ella como si intentara sujetarla.

Estuvo allí un buen tiempo mirando cómo salían gorgoritos, hasta que, finalmente, todo quedó en calma. Misión cumplida.

Iba el chaval, con los ojos empañados, llegando a La Laguna Nueva. Recordaba los buenos ratos que le había dado el Pirriakas. Cuando, asomándose por entre las peñas, viene hacia él quien debía yacer en el fondo de las aguas, todavía húmedo, zalamero y entrecortado.

El patrón, a duras penas se creyó la historia y lo dejó unos días más. Pero como el perro continuaba haciendo de las suyas, mandó colgarlo de una torre. Esta última ejecución se hizo efectiva y en ella tomaron parte el hijo mayor, Antonio el Gachele, Pepe el Rey y otros chicos del Barrio de las Eras. Estuvo colgado en la torre del Requejido al menos cuatro o cinco días, al cabo de los cuales, los chicos lo descolgaron y lo enterraron con piedras junto a la misma torre. Le hicieron una cruz de carrañueca sobre su tumba.

La historia del Pirriakas pesó durante algunos días en la atmósfera familiar.

Un día, al atardecer, cuando ya se estaba recogiendo todo para acabar la jornada, el Pirriakas, pelón y demacrado, teniéndose apenas duramente de pie, se presentó en El Tejar, con recelos de acercarse. Fue grande la sorpresa de todos al mismo tiempo que una alegría.

Por decisión unánime, se decidió que quien tanto había luchado por la vida tenía derecho a vivir. Permanecería atado y bien alimentado.

Un buen día, vino a comprar al tejar un señor de Villaseco del Pan y se fijó en el perro. Pidió comprarlo. El patrón de la casa se lo ofreció gratuitamente y le dijo que era un gran perro, muy apegado a la vida y que se lo regalaba con todo el alma.

Todos quedamos muy contentos de que, por fin, Pirriakas hubiese encontrado un nuevo hogar. Deseábamos ver de nuevo al señor de Villaseco del Pan para preguntarle cómo le iba con el perro.

No tardamos mucho en saber las nuevas del agitado animal. El señor de Villaseco se presentó en El Tejar para dar de nuevo las gracias por el regalo del animal. Dijo que le había sido muy útil y que las correas que con él había conseguido le hacían muy buen apaño…

Todos quedamos contristados y boquiabiertos, pero después de unos momentos, todos soltamos grandes carcajadas. El señor de Villaseco no pareció comprender muy bien el motivo de nuestra hilaridad.


- VIDA DEL PIRRIAKAS –

Por lanudo y juguetón
Por los niños fue adoptado;
Mas por travieso y tragón,
Al Embalse condenado.

De las aguas emergió,
De la torre descolgado,
De nuevo sobrevivió
De las piedras entoñado.

Mas de Villaseco un hombre
Que de él se enamoró,
Sacó buenos correajes
Y El Pirriakas se acabó.


Estulano