ATILANA Y LOS LOBOS    (Muelas del Pan)

La narración que hoy voy a relatar, más que un cuento es un hecho real acompañado de una cierta fantasía y que sucedió, no hace muchos años, en una provincia española llamada Zamora, en un pueblecito ya muy cercano a la frontera con Portugal, llamado El Campillo. Se llamaba así porque de las siete aldeas que componían el ayuntamiento de San Pedro de la Nave era la aldea que contenía el territorio más chico. A alguien se le ocurrió que el nombre que mejor le convenía.

Hacía muy pocos años que la aldea cabeza del ayuntamiento había sido anegada por las aguas del embalse del Esla; es decir, el pueblecito de San Pedro de la Nave. Junto con él, amén de otros muchos, quedó sepultado un anejo de mismo llamado La Pueblica; otros dos, Villanueva de los Corchos y Villaflor de Alba quedaron en la otra orilla y así, de esta forma, el concejo desapareció. Por la margen izquierda del río Esla quedaron, quedaron Valdeperdices y Almendra con el referido de El Campillo. Pero lo más importante de esta narración es que en citado San Pedro de la Nave había una iglesia visigótica de los siglos VII o IX de alto valor histórico por los pocos vestigios de esa cultura que quedan en la península Ibérica. Pues bien, al ser estimada esta joya de la arquitectura visigótica digna de ser salvada de las aguas, fue trasladada, piedra a piedra, a la aldea de El Campillo.

Sucedió que un cuñado de Atilana, que es la protagonista de esta narración, fue el último cura de la citada iglesia visigótica de San Pedro de la Nave antes de ser reinstalada en El Campillo. Este cura se llamaba Don José Fernández y, a raíz de la inminente anegación de la iglesia por el pantano, fue tal la pesadumbre y tristeza que se apoderaron de él que pocos años después moriría a causa de la melancolía que le produjo tal hecho.

Con la poquísima fortuna que el hombre dejó, y que era el producto de las dádivas de los parroquianos y de las exiguas cosechas que le daba una pequeña huerta que él mismo, azadón en ristre, cultivada, dejó a sus familiares la pena de irse y alguna manda para que le dijeran misas durante algunos años en la reconstruida iglesia de El Campillo.

En la celebración de una de estas misas, en las que solía reunirse toda la familia esparcida por los pueblos del contorno, estaba Atilana cuñada del cura a donde se había desplazado desde Muelas del Pan con una borrica y unas alforjas propiedad de su marido Juan, hermano de José el cura. En las alforjas trasportó a dos de sus nietos políticos.

Habiéndose celebrado la misa y una posterior merienda familiar, porque aquello era como una romería, Atilana, ya algo entrada la noche, tomó la burra con las alforjas y los dos nietos políticos, eran nietos políticos por ser nietos de Juan y de su anterior esposa y cuyos nombres responden a Pepita y Luisito. Metió a cada uno en cada una de las alforjas y se dirigió a su pueblo donde Juan, con seguridad, ya la estaba esperando con impaciencia. Para ello, y puesto que la merienda se había prolongado algo más de lo deseado, decidió tomar el atajo del monte, a pesar y desoyendo los consejos los consejos de sus otros familiares de que fuese por el camino del llano, aunque tardase algo más.

Apenas abandonado el pueblo, ya camino de Muelas del Pan, por aquel sendero mulero, y ya en el Valle de Tirocanto por donde discurre el Arroyo de El Alcornocal, la noche se hizo tupida y mal lo hubiera pasado Atilana para distinguir el sendero si no fuera por la luna, que semillena, asomaba por el ángulo donde está situada la Tierra del Vino. A pesar de venía de una misa por el alma de su cuñado, y dado que Atilana era de carácter alegre, bien que fuera para matar el miedo que le producía la obscuridad, o bien porque la merienda había sido opípara y bien regada con los caldos propios de las viñas de la familia, ella se puso a cantar canciones propias de labradores mientras los niños ya dormitaban en las alforjas que portaba la burra. Hay que decir que Atilana iba a pié para no fatigar a la pollina y, también, para evitar que tropezara.

Cuando estaban subiendo la ladera de Rejasvueltas, observó Atilana una cierta inquietud en la burra y parecióle ver a su derecha una hilera de cirios de esos que se ven en las procesiones zamoranas del Santo Entierro. Dejó de cantar y se fijó un poco mejor. Un profundo escalofrío la recorrió en toda su pequeña estatura, porque Atilana, que muy garrida, era de pequeña estatura. Cesó su canturreo y, como para sopesar la situación, miró a su lado izquierdo y el semblante se le puso aún más ceñudo. Vio hasta siete siluetas en forma de perro. Pronto se percató de que, aproximadamente, catorce lobos la acompañaban en sus cantares. Atilana, que sabía por experiencia que estos animales son por naturaleza cobardes y atacan solamente cuando llevan las de ganar, como si no le diera importancia al asunto, comenzó a cantar la canción de La Molinera, al tiempo que con la tralla daba latigazos a los cantos del camino que restallaban de forma cadenciosa como diapasón de acompañamiento.

Ya llegada por el pago de Rietaquemada los lobos habían desaparecido de su percepción, aunque ella bien sabía que la seguían acompañando por los lados del sendero escondidos entre las encinas y los jarales. Sin amilanarse, y siempre utilizando la tralla como cadencia de sus cantares, pasó Valgrande sin que nada sucediera,

Ella era consciente de que si los lobos la atacaban lo primero que harían era descuartizar a los niños, que, inocentes del peligro, seguían durmiendo en las alforjas sobre la burra. Atilana comenzaba a sentir una cierta alegría porque el bosque de encina, jaras, robles y alcornoques estaba tocando a su fin. Ya había pasado el camino que conduce a la Marra del Cueto, el vértice más alto de todo el contorno, y a sólo trescientos o cuatrocientos metros de allí volvían los campos abiertos de las tierras aradas. Ya se divisaban algunas de las luces mortecinas del pueblo. Decididamente ésta sería una de las muchas aventuras que podría contar.

Cuando ya la sangre había recobrado su calor natural y había desaparecido la piel de gallina, hete aquí que en la mitad del camino había cuatro lobos sentados esperándola y otros cinco por cada lado reaparecían como cerrándole el avance.

No sabía leer Atilana y pensó que ya nunca aprendería. Por unos momentos se sintió aterrorizada y desamparada. ¿Cómo salir de la situación? En aquellos momentos recordó que llevaba en su avantal una caja de cerillas. Cuando faltaban pocos pasos a donde los lobos esperaban encendió una cerilla. Los lobos de ambos lados se retiraron como algo atemorizados, pero los de en medio del camino seguían allí inmóviles como sabiendo que la victoria era suya. Atilana, puesto que la luz de la luna se había hecho más potente, pudo apercibir que por donde pasaba en esos momentos había un matorral de jaras en cuyo lecho había hojarasca y yesca seca. Sin perder la compostura con una cerilla encendió y salió una gran llamarada. Los lobos desaparecieron de su vista, pero ella bien sabía que no habrían ido lejos. Decidió pasar la noche junto a aquella hoguera improvisada hasta el amanecer. La fue alimentando con matorrales vecinos sin alejarse mucho de los niños y habiendo atado la burra en un carrasco a pocos metros de la lumbre.

A los niños los sacó de las alforjas y los acomodó junto a la hoguera. Al despertarse sintieron ganas de llorar al ver la noche, la luna y la lumbre, pero ella les dio nueces y almendra sacadas de su avantal y les dijo que iban a dormir allí hasta el amanecer en cuyo momento sus padres vendrían a cortar leña en el monte. Los niños le preguntaron porqué todo el tiempo daba trallazos al suelo y hacía más grande la hoguera. Les contestó que la lumbre la hacía grande para no pasar frío por el relente de la noche y que daba trallazos para espantar a las posibles alimañas que pudieran querer acercarse para calentarse.

Es evidente que los niños no durmieron y les pareció encantadora la aventura de aquella noche.

Al amanecer un grupo de gentes del pueblo se acercaba por el camino del Hoyo de la Esquina en busca de Atilana y los niños. Entre ellas estaba Juan, el marido de Atilana y abuelo de los niños, los padres de éstos, una pareja de la Guardia Civil y otras personas del pueblo.

Cuando le preguntaron a Atilana qué había sucedido, tuvo dificultades para responder. Un sollozo de alegría fue la respuesta momentánea. Ya de regreso al pueblo y fuera de peligro les fue contando los pormenores de la aventura.

Días después se organizó una batida autorizada en esa zona del monte por todos los pueblos del contorno y consiguieron abatir catorce lobos que fueron expuestos en la mayor parte de los pueblos de la redonda.

Esta narración fue muy comentada durante largo tiempo porque Atilana siempre la contaba cuando estaba en la solana con otras mujeres. Yo que era uno de los niños que estaba en las alforjas de la burra nunca fui consciente del peligro vivido, pero puedo afirmar que todo cuanto contó Atilana no se aparta un ápice de la verdad y que vosotros ahora, por mediación de este relato, también la conocéis.


Estulano