UNA PAREJA DE HOY    (Castronuevo de los Arcos)

Era un matrimonio joven que, tras un par de años de noviazgo decidieron casarse sobre todo por dar a su relación un sentido práctico, ya que estar a caballo entre los dos apartamentos, con un tiempo finito y demasiadas obligaciones profesionales era una pérdida de tiempo; así que compraron una casa en una urbanización a las afueras de la ciudad, que les resultaba cómoda porque estaba cerca de la autovía que les conducía, ya fuera a las oficinas de la capital, o a la salida hacia el aeropuerto para los frecuentes viajes a los que ambos se veían obligados.
La pareja vivía cómodamente, disfrutaba de una situación económica holgada, buenos trabajos relacionados con sus respectivas profesiones y un nivel de vida apto solo para unos pocos. Al principio sus carreras eran lo más importante y no se plantearon tener hijos puesto que los horarios eran frenéticos y sus vidas transcurrían entre viajes, reuniones, comidas de trabajo, más reuniones… se veían para desayunar y hasta por la noche no regresaban a casa. Los fines de semana desconectaban poco porque el teléfono sonaba sin parar. Cada uno tenía un despacho en la vivienda y prácticamente se recluían allí la mayor parte del tiempo, ya que a veces incluso les llevaban la comida mientras estaban trabajando.
Poco a poco el ritmo les pasó factura y un día tuvieron que ingresar a Luis en el hospital debido a unas arritmias que llevaba padeciendo en los últimos meses, a las que no había otorgado importancia, y que desembocaron en una angina de pecho. A partir de entonces le prohibieron llevar la misma vida y él, asustado como nunca, decidió que era hora de echar el freno. Silvia estuvo a su lado en todo momento y se dio cuenta de que la vida continuaba sin ellos y también sin sus trabajos. Decidieron tomarse unas semanas de vacaciones –las primeras en muchos años- en un lugar alejado que solo les produjera una sensación de paz y donde pudiera restablecerse Luis, fuera de todo contacto con la ciudad. Recalaron en un pueblo costero del norte, alquilaron una casa con vistas al mar y todos los días daban largos paseos por la playa, haciendo algo que llevaban mucho tiempo sin practicar: hablar.
Hablaron de todo aquello que habían postergado, de sus carreras, del precio del éxito, de su futuro, de la vida en general…y en esas conversaciones surgió un tema que habían descartado y ahora se les antojaba el momento perfecto: decidieron tener un hijo y bajar el ritmo. Estaban ilusionados como niños, ya se imaginaban las modificaciones que tendrían que hacer en la casa, dedicar una habitación para el bebé, contratar a una niñera que les ayudara cuando llegara el momento… Así transcurrió el tiempo en aquel paraje idílico y cuando llegó la hora de regresar lo hicieron con la intención de que Luis teletrabajara durante tres días en semana y solo dos acudiera físicamente a la oficina, descartó los viajes y reuniones tal y como le había diagnosticado el médico y ganó en calidad de vida mientras su corazón se recuperaba poco a poco. Silvia, por el contrario, tenía que continuar profesionalmente en el punto donde lo había dejado, ya que requerían su presencia a cada momento y no podía hacer una pausa.
Empezaron a preocuparse cuando, pasaban los meses, y no se quedaba embarazada. Al principio lo achacaron al estrés hasta que acudieron a la consulta y se llevaron la gran sorpresa de que Luis tenía un problema que no les permitía ser padres. La noticia fue un jarro de agua fría en unas personas acostumbradas a satisfacer todos sus antojos; probaron con la inseminación artificial pero tampoco funcionó. La única posibilidad era la adopción, que en España se les antojaba difícil, así que les sugirieron viajar a Latinoamérica o a algunos países de Asia, lugares donde sería menos complicado, e intentarlo allí. Al principio era una cuestión moral para la que no estaban preparados, el hecho de tener que ir a otro país suponía una ausencia prolongada en sus trabajos que no se podían permitir; tampoco estaba claro que, después de hacer los trámites pertinentes lograran traerse un niño… eran demasiadas las incógnitas y optaron por aparcar el tema al menos durante una época.
Pasó el tiempo y ambos retomaron sus vidas; a veces se permitían hacer algún viaje a parajes lejanos, nunca en España, de donde traían nuevas experiencias, recuerdos de lugares remotos que les permitían desconectar de sus vidas y hacer un lapsus muy deseado. Sus actividades en la ciudad, aparte del trabajo, se reducían a visitar de vez en cuando a los padres de Silvia, ya que Luis no tenía familia cercana, y reunirse en alguna celebración de cumpleaños o de Navidad. Empezaron a sentirse solos, sin alicientes; el trabajo ya no era suficiente para llenar sus días, anhelaban algo más que la existencia les negaba. Silvia, en concreto, pasó una época de hundimiento que tuvieron que tratar psicológicamente, se notaba vacía, no encontraba sentido a su vida y miraba con envidia a las madres con niños pequeños, cosa que no había hecho antes, Ahora la llamaba una maternidad que no podría experimentar y ello la hizo naufragar en brazos de la temida depresión. Pasó por un infierno, lloró hasta la extenuación, casi siempre a solas, y culpaba íntimamente a Luis de ser él quien le negaba los hijos que anhelaba tener. Por fin, tras varios meses de lucha, medicación y terapia, además de innumerables muestras de amor por parte de su marido, llegó a la conclusión de que debía resignarse con su suerte y valorar lo mucho que tenía.
Desde entonces se produjeron algunos cambios; compraron aquella casa en la playa donde habían sido tan felices durante la recuperación del infarto de Luis, y solían ir cada vez más a menudo; fue la decisión más acertada, estaban deseando tener un hueco en sus apretadas agendas para irse a Cala Font, su otra casa, donde dedicaban su tiempo a dar largos paseos por la playa, algunas compras y comidas en los diferentes restaurantes de la zona y aquello fue la mejor terapia. Con el tiempo adoptaron a Rocky, un Boston Terrier que les llenó de alegría y con el que compartieron cariño, tiempo y felicidad.
Cuando llegó el momento de la jubilación, vendieron la casa de la ciudad y se instalaron definitivamente en Cala Font donde ya eran conocidos por los habitantes del pueblo y a veces reunían a grupos de amigos en su casa para hacer una barbacoa o, simplemente, conversar y pasar la tarde.
Silvia retomó la pintura, cuyos estudios había interrumpido a punto de acabar la carrera para empezar la de Derecho que le abrió las puertas a su faceta profesional. Se adueñó de una pequeña habitación con unas vistas espectaculares al mar y a la montaña; la llenó de lienzos, bocetos y pinturas y allí pasaba gran parte del día reflejando la belleza de aquel paisaje con un tinte melancólico que sus amigos alababan sin cesar animándola a exponer sus obras en la ciudad. Al principio se resistió pero, tras mucha insistencia, se atrevió a hacerlo. Era un pequeño local sin grandes pretensiones donde colgaron sus cuadros de colores azules, verdes y anaranjados, cuadros de gran formato con una seña de identidad muy particular. Vendió alguno y su obra fue reconocida en el periódico local, lo que la llenó de orgullo animándola a seguir con aquel pasatiempo que se había convertido en un bálsamo que la relajaba e ilusionaba.
Luis, por su parte, pasaba el tiempo en el patio, sentado en una silla baja de anea junto a unas buganvillas que explosionaban de belleza, leyendo y mirando al mar, cuya vista nunca le cansaba y allí, en aquel lugar privilegiado ambos encontraron la serenidad recobrando un tiempo feliz y sin prisas que ni siquiera sabían que existía.

Mª Soledad Martín Turiño