TIEMPO    (Castronuevo de los Arcos)

Un escalofrío responde al trueno inesperado; se agitan con violencia las ramas de los arboles desnudándolas de hojas con las que juega la ventisca mientras las bambolea un rato en el aire hasta caer al suelo. Los pocos viandantes se apresuran a guarecerse de la lluvia inminente mientras retumba el cielo y se ilumina la tierra con un fulgor patético. Recuerdo que siendo niña los mayores decían que cuando tronaba era que Dios estaba enfadado y yo instintivamente buscaba en mi interior el pecado que hubiera cometido para enfadar a ese Dios que se manifestaba de manera tan estremecedora. Con el transcurso de los años todos descubrimos que era solo un fenómeno atmosférico, pero el miedo y el sentimiento de culpa se enraizaron con fuerza en nuestras mentes infantiles y es una secuela que muchos arrastramos durante toda la vida.

De hecho, cuando brama el cielo, cuando ruge el mar y se arrebata el agua en forma de olas gigantes que amenazan con destruir todo a su paso, o cuando la tierra se estremece vomitando lava de su interior como si quisiera calmar el fuego que la consume liberando un poco de su enorme ardor, no puedo por menos de sobresaltarme y hasta de temer esos sucesos pese a que no dejan de ser manifestaciones atmosféricas demostrables e incluso predecibles por la ciencia.


No obstante, hoy, en este momento concreto de mi vida, siento que el cielo se presenta de nuevo en toda su magnitud y me asusta; es como si un temor inexplicable se apoderase de mí presagiando malos augurios relacionados siempre con desastres y muertes; por eso detesto el invierno, con su negrura, su tristeza, la cortedad de sus días y ese constante mal auspicio que acecha. La primavera, sin embargo, es mi estación preferida; todo renace, vuelve la vida manifiesta en aves, plantas y pronóstico de calor; la gente se despoja de prendas gruesas y todo es más ligero: la ropa, la comida, y hasta el humor de la multitud parece que renace.

En este momento de mi vida, que es ya el crepúsculo de la existencia, relaciono el frío con la tristeza, la lluvia con las lágrimas, la primavera con el resurgir y la vida, el verano con la fiesta y la alegría para acabar en un otoño con aire macilento que presagia la crudeza del final. Con el otoño parece que la vida se apaga un poco; “las hojas muertas” de Jacques Prévert son todo un símbolo de esa decadencia que se instala durante unos meses, a veces incluso más allá de la propia estación climatológica, para recordarnos que estamos en la antesala del punto final.



Mª Soledad Martín Turiño