SAN ISIDRO    (Castronuevo de los Arcos)

San Isidro es una fecha especial para mí. Lo fue desde que, siendo niña, en la iglesia de mi pueblo y justo al terminar el servicio dominical un labrador desde el fondo del templo clamaba con voz ronca: “un padrenuestro por el santo” y todo el pueblo de Castronuevo compuesto en su mayoría por agricultores y ganaderos, rezaba a una aquella plegaria con voces contundentes que retronaban en la iglesia.

Al finalizar la misa, salíamos mientras cada uno observaba aquella pequeña imagen colocada en un estante en la parte alta del final del templo con el santo mirando al infinito mientras un ángel tiraba del arado al que precedían dos bueyes que labraban sus tierras.

San Isidro en mi pueblo era una fiesta muy especial y, de algún modo, todos sentíamos que ese día nos pertenecía porque hombres y mujeres sabían bien del trabajo en el campo, de las manos encallecidas, de la labor de sol a sol, de arados y cultivadores tirados primero por bueyes, luego por mulas antes de instaurarse la mecanización que facilita las tareas agrícolas y permite hacer en un par de jornadas lo que antes suponían días y noches de duro trabajo.

San Isidro es, además una fecha señalada de forma especial en el calendario de mi vida. Ese día perdí a mi madre, ese día quiero pensar que un ángel se la llevó a ese mundo mejor en el que ella creía, mientras Isidro contemplaba su entrada en una dimensión diferente; ese día mi alma se quebró para siempre y desde entonces su ausencia es más presencia que nunca en mi vida.

El 15 de Mayo suele ser un día espléndido, lejos de las inclemencias invernales ya pasadas y preludio de un calor a punto de llegar; es una jornada cálida pero no asfixiante, luminosa, viva. La gente se despereza de los rigores acontecidos, las calles se llenan de personas que pasean, los parques se colman para disfrutar de una naturaleza que cubre las praderas de flores y los árboles de hojas; por eso y a pesar del luto que llevo en el alma, cada día 15 de Mayo recuerdo a mis ancestros, recreo en mi mente las calles de mi pueblo, las gentes de antes y ahora, y retorno a un pasado que llevo en la sangre, homenajeando aquella tierra que también cubre mis manos, y suelo acudir a un templo de esta ciudad, donde permanezco en silencio mientras caen dos gruesas lágrimas por mis mejillas sin apenas ser consciente; luego sonrío y doy las gracias por haber sido testigo de tantas cosas en mi vida pasada en aquel pueblo que adoro y ha sido testigo de la infancia más feliz.

Desde arriba sé que me contemplan unos ojos que cuando reían iluminaban la vida.

Mª Soledad Martín Turiño