MI PUEBLO, EVOCACION Y QUERENCIA    (Castronuevo de los Arcos)

Nací en uno de esos pueblos sencillos de Zamora, entonces era de los más grandes de la comarca, tenía médico, sacerdote, farmacia, practicante, maestros para las dos escuelas: de niñas y niños, una población importante que labraba las tierras de cereal (trigo y cebada en su mayoría), además de remolacha, alfalfa o maíz y una surtida ganadería compuesta por rebaños de ovejas que cruzaban el pueblo por distintos lugares, vacas en los establos de las casas, y animales domésticos para el consumo: pollos, gallinas, cerdos, conejos y alguna cabra.

Podría decirse que la gente vivía en paz, con sencillez, trabajo duro y pocas distracciones. Los vecinos se ayudaban unos a otros, al que no disponía de medios se le ayudaba y nadie pasaba hambre.

Mis recuerdos van inevitablemente asociados a la infancia y juventud que pasé en el viejo pueblo; me educó la maestra, una mujer enjuta y disciplinada que más que enseñar exigía aprender y, de vez en cuando, utilizaba una vara pequeña con la que reprendía alguna insolencia infantil que ahora resultaría poco menos que abominable. Entonces se practicaba el dicho “la letra con sangre entra” y no resultaba extraño ese proceder, tanto en la escuela como en casa. Es verdad que crecimos con miedo, miedo a la indisciplina, al castigo, a las represalias si nos salíamos del cauce establecido; pero también es cierto que nos inculcaron valores apenas inexistentes en la actualidad: el respeto, la obediencia, la autoridad o la religión (entonces incuestionablemente católica y monoteísta).

Cuando repaso instantáneas de antaño, veo a gente prematuramente envejecida, con el rostro surcado de arrugas y quemado por el sol, junto a casas humildes cuyo exterior lo jalonaban dos enormes piedras que servían para sentarse al fresco o juntarse las mujeres por la tarde en forma de corrillo para escuchar la radio, bordar o coser. Era gente con expresión asustada, ropas raídas y remendadas pero limpias, porque cuando se carece de otros bienes la limpieza se convierte en un plus.

Muchas de las casas eran de adobe y las fabricaron sus dueños mezclando barro, agua y paja; formaban con un molde rectángulos de esa pasta que luego ponían al sol hasta que se secaban para utilizarlos en la construcción de viviendas, corrales, gallineros etc., de este modo el gasto era mínimo y el resultado óptimo.

El trabajo en el campo al principio era muy duro; aún recuerdo a mi padre tirar del arado emulando una caballería, con un ímprobo esfuerzo para que el rastrillo se hundiera al arar las tierras; o en la era aventando el cereal con cribas, trillando tras una mula o recogiendo la mies a mano con la hoz. Por fortuna esto mejoró con el tiempo; la maquinaria ahora es capaz de trabajar con mayor eficiencia, comodidad y menos brazos, así que en la actualidad las condiciones de los agricultores son mucho más llevaderas.

Mi pueblo –como muchos de la zona- tenía una iglesia donde acudía la gente los domingos a las dos misas: la “rezada” a la que iban las personas mayores y aquellos que querían pasar más desapercibidos, y la “mayor” donde acudían los niños y el resto del pueblo. La colocación de la gente no era arbitraria: en los primeros bancos se sentaban los chiquillos, detrás las mujeres y al final los hombres. La misa solía ser cantada y se lucían las mejores voces entonando -a veces en latín- salmos que todos coreábamos desde nuestros bancos y que retumbaban en el templo produciéndome desde siempre un temblor de emoción que no he vuelto a sentir. Al final de la ceremonia surgía una profunda voz rogando un padrenuestro a San Isidro que todos rezaban con voz poderosa y, finalizado el culto, salían a la calle los hombres primero, luego las mujeres y por último los niños que se arremolinaban en grupos en la plaza para luego disolverse rápidamente.

Bajar al río era uno de nuestros entretenimientos favoritos. El Valderaduey siempre llevaba agua, aunque en ocasiones la corriente se frenaba debido al acúmulo de juncos, carrizos y cañas que crecían salvajes y se depositaban en las zonas más estrechas y que, a veces, nos servían de paso para cruzar de una orilla a otra.

Los amigos teníamos la costumbre de pasar la tarde bañándonos, jugando bajo los árboles o sentados con los pies en el agua contando historias; en aquella época de adolescencia en la que todo eran preguntas y dudas sin resolver, la mejor terapia era estar juntos y contarnos nuestras experiencias. Por la tarde bajábamos al café porque era el lugar de encuentro, o cogíamos las bicicletas para acercarnos al pueblo siguiente que distaba pocos kilómetros del nuestro. Allí conocíamos a unas muchachas con las que nos gustaba quedar y fue allí precisamente donde surgieron los primeros amores de juventud, esos que no se olvidan nunca y que constituyen algunos de los mejores recuerdos de nuestra vida.

Una de las distracciones para matar las aburridas horas del estío era, aprovechando la hora de la siesta, acercarnos hasta una granja vecina situada a la salida del pueblo y robar peras de los árboles a hurtadillas para no ser descubiertos. Luego nos reíamos de la fechoría y las degustábamos sentados en el terraplén observando los pocos coches que circulaban hacia el pueblo.

Había también una casa semiabandonada que adaptamos con sillas y alguna mesa decorando las paredes con pintadas, fotos y carteles que utilizábamos para fumar, hacer meriendas, escuchar música o charlar de nuestras cosas; era nuestro refugio cuando llovía o hacía mal tiempo fuera. Recuerdo especialmente la fecha en que falleció uno de nuestros mejores amigos, lo encontraron en su cama fulminado por un inesperado infarto; ese fue el motivo de que no saliéramos del refugio durante unos días, tal era nuestro estado de abatimiento y dolor por lo acaecido, una situación a la que no hallábamos respuesta y que marcó nuestras vidas para siempre.

Otro de los descubrimientos en aquella época fue la sexualidad, entonces era un tema tabú en las casas, oscuro, tratado con medias palabras y vergüenza del que no se hablaba apenas; por otra parte la religión era constrictiva y el cura del pueblo con su férrea moralidad solo veía pecado en relación con el tema; de ahí que en nuestro refugio se suscitara con frecuencia ayudándonos mutuamente con las dudas de unos y otros, apoyados incluso por algún libro prohibido que más que aclararnos las cosas nos sorprendía con su crudeza. En este estado de cosas, puedo decir que crecimos como pudimos, a golpe de experiencia, sin un conocimiento previo de las cosas.

En general fuimos una generación insegura pero armada con fuertes valores que se diseminó huyendo del pueblo hacia un futuro mejor por distintas ciudades de España y solo los veranos constituían el punto de encuentro del grupo de amigos que nos contábamos nuestra vida de nuevo en el bar del pueblo, pero ya tomando café durante largas horas. Pasamos de niños a hombres, algunos se pusieron a trabajar, otros continuaron sus estudios universitarios y solo dos de ellos continuaron en el pueblo a cargo de las tierras de los padres. Estos sentían un complejo de inferioridad, ya que creían que su vida se había estancado y cuando escuchaban a los que vivíamos en la ciudad era patente una brecha entre ellos –que se autodenominaban pueblerinos- y nosotros -los de la capital-. Me dolía esta diferencia que constataba en cada encuentro, pero me sentía tan identificado con ellos que le restaba importancia.

Gozaba acompañándoles a los campos, me regocijaba en la contemplación de aquellas tierras que llevaba en la sangre y el hecho de haberme distanciado de ellas no me restaba en absoluto el interés que sentía. Puedo decir con orgullo que no paraba en casa, ya que el poco tiempo que permanecía en el pueblo lo dedicaba al campo, a pescar, a cazar y a disfrutar de los antiguos camaradas. La vuelta a casa era una explosión de melancolía según avanzaba el coche e iba dejando atrás campos y gentes tan queridas, pero, una vez había llegado al destino, se imponía una realidad que me ataba inexorablemente al trabajo y la rutina de cada día.

Así pasaron los años y, con ellos, algunos empezamos a faltar a nuestra cita agosteña, debido a que la vida se nos complicaba con el trabajo y las familias que habíamos creado. El viejo pueblo se perdía en nuestra memoria y de los amigos apenas teníamos noticia; sin embargo, nuestras raíces estaban allí junto con las familias que aún lo habitaban.

Hoy que ya he cumplido con mi vida laboral y me encuentro mayor y solo, quiero hacer realidad el sueño de volver a mi pueblo y acabar allí mis días. He comprado una pequeña casa, me la han arreglado para disponer de mínimas comodidades y me dispongo a regresar con la maleta cargada de recuerdos. El pueblo ha cambiado mucho –me dicen-, las calles están desiertas, las casas vacías y solo la soledad es dueña de aquel lugar. No necesito más, así que tomo el tren que se dirige con prisa hacia mi futuro destino con mis recuerdos como compañeros de viaje.

Sentado en silencio a la puerta de la casa, me gusta volver la vista atrás, desde este hogar tan añorado y esta senectud que me atenaza los sentidos, la vista cansada y los miembros que no me responden y mientras contemplo estos días azules y este sol de mi infancia, gusto de embarcarme en un viaje mental hacia el pasado, a aquel tiempo en que la luz brillaba de manera especial porque éramos jóvenes, aún no habíamos conocido el dolor ni los sinsabores de la vida y todo era una explosión de vibrante frescura.

Mª Soledad Martín Turiño