LAS FIESTAS QUE NOS ROBARON    (Castronuevo de los Arcos)

Esta Semana Santa que, como todas por raigambre y tradición, deberíamos estar celebrando con procesiones, plegarias y una intensa actividad litúrgica en lo que respecta a la fiesta religiosa en sí misma; o bien si son tomadas como asueto, estos días conllevan desplazamientos para reunirse con la familia o simplemente disfrutar de unos días de descanso, lejos de la actividad diaria en nuestras ciudades; sin embargo, mucha gente está viviendo su particular vía crucis, su dolor y hasta su muerte debido a un virus asesino que se ha colado en el mundo, está causando dolor y ha diezmado considerablemente la población, sobre todo la más frágil que son las personas mayores.

Nos han reducido a un confinamiento obligatorio y llevamos varias semanas sin salir de casa, con objeto de derrotar al virus evitando su propagación. Estas medidas tomadas desde el gobierno de la nación, son incontestables y lícitas, pese a que haya gente inconsciente que las vulnera en un franco sentido de irresponsabilidad.
Hasta aquí los hechos; ahora vienen mis reflexiones:

Es muy diferente enclaustrarse en una casa de pueblo que en un piso de ciudad, básicamente porque existe una diferencia sustancial de metros cuadrados; algo tan simple puede arrojar datos muy distintos a la hora de evaluar cómo se percibe este aislamiento. El hecho de convivir las veinticuatro horas con pareja e hijos en un entorno urbano en el que apenas nos cruzamos para alternar los trabajos paternos y las responsabilidades con los pequeños, esta sociedad frenética en la que hacemos mil cosas a lo largo del día, hemos llegado a posponer lo más importante por considerar que está a buen recaudo: la familia; y como todo sigue su curso de una forma tan natural, apenas si nos damos cuenta de la participación y responsabilidad que tenemos en este hecho singular: los hijos crecen, atienden a sus tareas ya establecidas: colegios, actividades etc., mientras los padres hacen lo propio con las suyas; y en muchos hogares se reúnen todos un rato a la hora de la cena mientras ven la televisión siendo ese el momento de convivencia que se salva del día: a todas luces pobre y escaso.

Este confinamiento ha permitido que afloren estos problemas porque hay que estar todos juntos compartiendo el mismo espacio, ya no tenemos excusa para perder unas horas, o hacer una escapada a la calle y cambiar de aires. Me cuentan que muchas familias han descubierto que no tienen nada que decirse, que se han vuelto unos extraños, que las horas juntos se hacen tediosas e insoportables, que no soportan las insistencias de los niños, sus molestias, sus requerimientos, o su forma de llamar la atención. Sin embargo hay otros casos en que es precisamente ahora cuando han celebrado un reencuentro emocional que, tal vez, nunca existió; conozco parejas que están viviendo una etapa feliz, han reanudado la conversación tranquila, esa que no conoce de tiempos límite, se sientan para ver una pelicular disfrutando como si el salón de su casa fuera el mejor de los cines y hacen una fiesta cuando salen a las ventanas a aplaudir a las ocho de la tarde.

Creo que de todas las adversidades siempre hay que sacar una lección, ésta es una prueba para volver a confiar, para restablecer relaciones que se habían relegado, para recuperar amigos a los que habíamos perdido la pista, para no ceder al desánimo, para reflexionar en lo que de verdad merece la pena, para ser conscientes de que la vida es un soplo que puede evaporarse en cualquier momento y tenemos que estar preparados, “ligeros de equipaje” como decía el poeta, pero con una mochila mental y sentimental muy bien surtida porque esa sí que nos la llevaremos con nosotros, un buen recuerdo que dejar atrás, una sonrisa franca que se dibuje en el rostro y denote ese bienestar trabajado que, por fin, hemos logrado y estar dispuestos... lo demás se queda y se va disipando con el tiempo, solo pervive en la memoria de aquellos que una vez nos quisieron.

Mª Soledad Martín Turiño