LA VILLA DE CASTRONUEVO    (Castronuevo de los Arcos)

La llamamos ampulosamente “la villa” pero es, en realidad, un teso que rodea la parte interna del pueblo que se construyó a su abrigo. Los orígenes del castillo y la muralla de Castronuevo se circunscriben a la Edad Media, siendo una de las localidades que integraban la línea fronteriza de fortificaciones del Reino de León frente al de Castilla; así es como lo ha datado Patrimonio incluyendo ambas fortificaciones en la Lista Roja debido al estado actual de ruina total del monumento.

Para los habitantes del pueblo, la villa es un lugar apto para curiosear ya que la panorámica que se domina desde lo alto es amplia; a un lado: la iglesia, las casas, más allá las eras, la antigua laguna, hoy parque recreativo con el frontón para el juego de pelota; la carretera general, las que surgen perpendiculares hacia pueblos vecinos, y al fondo mirando a la derecha, se ve el camposanto a la salida del pueblo, a un lado de la carretera que lleva a Villalpando. Hacia la parte sur se extienden las laderas de tierras que conducen al río Valderaduey, el puente de piedra, las tierras colindantes de regadío, la carretera que llega al pueblo desde Toro y la que continúa a Belver de los Montes, el pueblo siguiente.

La parte superior de la villa se aprovecha como tierra de labranza y las laderas cambian su fisonomía dependiendo de la estación del año: así, en primavera se visten de verde, brotando de manera espontánea multitud de florecillas blancas, amarillas y otras de varios colores que nacen asilvestradas, pero proporcionan una hermosa nota de color al conjunto. En invierno la villa se escarcha o se cubre de blanco según la inclemencia de la temperatura; y casi puedo escuchar el sonido del rocío helado crujiendo bajo los pies.

En el otoño, altos cardos dominan una parte de la villa y se mueven al compás del viento que preludia un frio a punto de llegar; es cuando aparece menos favorecida, luciendo un triste abandono como para demostrar su soledad porque poca gente se atreve a subir por la ladera que está llena de maleza descuidada.

Pese a todo, este montículo habitado antaño por otras culturas, por gente luchadora y esforzada, nos ha dejado su rastro para recordar su presencia en estas tierras; porque la villa de Castronuevo es, por su singularidad, un teso que todos los vecinos conocen y forma parte del pueblo, a cuya sombra se cobija y guarece, bajo la atenta mirada de la esbelta torre de la iglesia, que constata con su presencia dos de las más significativas fortalezas de mi viejo pueblo.


Cuando recorro las tierras zamoranas camino siempre del destino astur donde ha recalado mi hija y que ha servido para conocer, valorar y amar aquellos lares tan diferentes a los míos de nacimiento, exuberantes en vegetación, plenos de montañas y riscos que se elevan puntiagudos al cielo, bañados por pequeños ríos de piedras, con aguas cristalinas casi siempre heladas y con el incomparable mar Cantábrico con cientos de pequeñas calas donde perderse sin ser visto, quienes me rodean suelen alabar las innegables bondades de este bello paisaje comparándolas con las llanuras castellanas donde apenas hay árboles donde refugiarse de la feroz canícula que padecen estos lares. Tampoco hay montañas, y todo es seco, árido a veces, si no fuera porque la mano del hombre ha conseguido mediante riego artificial y canales traer agua y hacer fértiles campos yermos; brillando las laderas con los resplandecientes amarillos de la colza, el maíz o el girasol; y tiñendo de verde los cultivos de alfalfa o remolacha; además del cereal que se siembra por aquí y cuyas espigas cuando llegan a una altura suficiente son el mar de Castilla, ondeando como suaves olas sus crines al viento.

Como tengo alma de pueblo, pese a haberme llevado a nacer a Zamora, llevo la tierra en la sangre y no hay para mí espectáculo más hermoso que las enormes llanuras de distintos colores; ya sea en tierras sembradas o de barbecho. Su presencia me inspira, su labranza me emociona, el momento de la cosecha es mágico, casi un festival de máquinas enormes que desfilan por los campos cosechando los productos básicos que da esta pobre tierra, la denominada Tierra del Pan porque la harina que producía el cereal era el elemento básico para fabricar el pan nuestro de cada día; como básicos son los campos dedicados al cultivo de la vid, donde se ubican cepas secas retorcidas y sarmientos que darán lugar a caldos que, afortunadamente, han sido reconocidos con Denominación de Origen.

Agricultura y ganadería fueron antaño las bases del sustento en esta comarca y, si bien en la actualidad, muchos pueblos leoneses y castellanos forman parte de la denominada España vaciada y han perdido parte de su identidad, aún quedan jóvenes que no han sucumbido a los encantos de la ciudad y han preferido continuar con las labores del campo; es cierto que son pocos, pero desde aquí valga mi gratitud para todos ellos, porque son los brazos que soportan el que los pueblos no hayan desaparecido del todo.

Poco esperamos de los políticos, ocupados en asuntos más rentables, despreocupados con respecto a un problema tan grave como el de la despoblación rural, pero que prefieren mirar hacia otro lado de donde les lleguen beneplácitos y parabienes en lugar de la decepción que acecha a quienes nos creemos tan olvidados por ellos.

Mª Soledad Martín Turiño