LA INMUTABILIDAD DE LOS PUEBLOS ZAMORANOS    (Castronuevo de los Arcos)


Con la llegada del verano supongo que el pueblo despertará de su indolencia para recibir a los forasteros, a los hijos que marcharon fuera y vuelven unos días en vacaciones para visitar a la familia que les queda en el viejo Castronuevo. Con ellos llegará la curiosidad de los de allí, los ojos observando detrás de las cortinas, las miradas indiscretas preguntándose quién será ése o aquel, de donde vendrán, sacando parecidos y deduciendo parentescos por los genes de padres o abuelos que se reflejan en esos desconocidos; y los forasteros traerán consigo también el bullicio, el café volverá a tener parroquianos, las calles dejarán de estar solitarias y la luz del sol iluminará con más fuerza porque, por fin, hay más vecinos. Sin embargo, esto es tan solo un lapsus, una quimera que pasa demasiado deprisa o, tal vez, incluso demasiado lenta para algunos habitantes del viejo pueblo acostumbrados al silencio y la soledad, a los que se hace casi desagradable el movimiento y el ruido.

Recuerdo los veranos de recolección, cuando el pueblo estaba lleno de habitantes, el ir y venir de tractores y remolques, las cosechadoras que se diseminaban por los campos para recoger el grano y separa la paja ¡qué curiosa paradoja!; esos veranos calurosos en los que, tras la faena y una merecida ducha, el agricultor se relajaba un poco e incluso soñaba con que, tal vez, el precio del grano quizá podría equilibrar los gastos ocasionados durante el resto del año.

Los pueblos de Zamora, como los de otras muchas regiones, están cada vez más vacíos de habitantes, se han convertido en los olvidados de una nación que tanto les debe; los que nacimos en los pueblos y tuvimos que emigrar por mor de las circunstancias para labrarnos un futuro mejor, salimos un día del viejo pueblo con la espalda cargada de emociones y la mirada perdida ante un futuro incierto, huérfanos de familia, llenos de incertidumbre y un puntito de esperanza porque en el pueblo ya no había opciones y era preciso dejarlo todo para empezar de nuevo en otros lugares que brindaran oportunidades y nuevas alternativas. Así fue como muchas familias –incluida la mía- salimos un día de Castronuevo, nos montamos en un tren cargados con pesadas maletas de madera o de cartón y llenos de bultos en los que intentamos meter toda una vida, para empezar de nuevo.

Tras recorrer un camino interminable de horas y kilómetros, se viajaba en silencio, cada uno rumiando sus propios pensamientos, preguntándose si no sería un tremendo error emprender aquella aventura; sin embargo, aquellas familias estaban acostumbradas a trabajar y eso hicieron; los hombres encadenaron dos o tres trabajos en ciudades que, poco a poco, les fueron acogiendo y en ellas se instalaron; allí educaron a sus hijos y el pueblo se fue quedando atrás como un velado y querido sueño, porque solo recibían noticias a través de eternas misivas o conferencias telefónicas en las que había que ser muy breve porque no eran baratas y a las que solo se recurría cuando ocurría algo importante.

Toda una generación se dispersó por distintos lugares, muchos en la zona norte de España, trabajando en la siderurgia o en el sector servicios, sacando adelante una región que dio trabajo y futuro a muchas familias. Quienes salieron del pueblo siendo niños, prácticamente se criaron allí y muchos regresaban al pueblo, pero habían perdido el arraigo, las raíces e incluso la memoria hasta el punto de que no se reconocían como hijos de Castronuevo. Aunque formo parte de ese grupo de gente que se vio obligado a emigrar, sin embargo, no he olvidado mis raíces, lo que me enseñaron en la familia y en la escuela en relación con los principios y el lugar de donde uno viene; muy al contrario, ambas ideas me han acompañado a lo largo de toda mi vida y en la actualidad presumo de tenerlas a gala, y me honro de las personas que influyeron en mí para que no olvidara tales conceptos.

Sí, es verano, otro verano de cosecha en los campos zamoranos. El pueblo luce bullicioso, pero tras el quince de agosto que honra a la virgen de La Asunción, patrona de Castronuevo, los forasteros retornarán a su vida de siempre dejando las calles vacías, los silencios acompañando al pueblo, la gente solitaria, los campos siguiendo el curso natural: barbecho, siembra, cosecha… y todo continuará como siempre, con el lánguido encanto de la inmutabilidad propio de estas viejas villas.

Mª Soledad Martín Turiño