EL CEMENTERIO    (Castronuevo de los Arcos)

He venido caminando desde el pueblo en un día en que quiere salir el sol pero las nubes se lo impiden, hasta el cementerio donde reposan casi todos mis antepasados. Aprovechando la sombra que proporciona uno de los cuatro cipreses que hay plantados desde hace muchos años, me he sentado a reposar mis huesos jóvenes mientras evoco a los vecinos y familiares que descansan allí y configuraron mi niñez y juventud tan felices. El camposanto es ahora mucho más grande, ya que gracias al actual alcalde hicieron una ampliación de casi el doble del terreno original; así, está delimitada la parte antigua y la nueva donde se han utilizado ya algunas sepulturas y han construido varios tipos de fosas con el fin de que la gente que quiera comprar un panteón pueda elegir el modelo e incluso la parcela donde descansar eternamente. Sin embargo a mí me gusta más la zona antigua afortunadamente sin ningún nicho, esa forma horrenda de enterramiento en celdas tan de moda en las capitales y tan práctica para maximizar el espacio.

En Castronuevo los vecinos se han hecho sepultar toda la vida en terrenos que compraban a perpetuidad para ellos y sus familias; al principio las inhumaciones se hacían sin recubrimiento de mausoleo alguno, pero a medida que ha ido transcurriendo el tiempo prácticamente todas las fosas tienen panteones, quedando solo algunas tumbas cubiertas de tierra que suelen ser las de personas sin herederos que se ocupen de tal menester.

Estar aquí rodeada de mis muertos me proporciona una inusitada paz; me encuentro a gusto, libre, serena; es como si formaran parte de algo que llevo conmigo y me hacen sentir más viva que nunca con solo pisar la tierra que abonan y estercolan como dice el poeta.

Camino lentamente mientras me fijo en nombres, apellidos y datos de nacimiento y deceso de mucha gente que descansa allí que constituyen vínculos entre sí que se extienden hasta mi familia y llegan a mí misma; los apellidos son comunes, los nombres específicos de mi pueblo, algunos suenan extraños pero de tanto como los hemos pronunciado han llegado a ser habituales.

Apenas hay uno o dos epitafios en todo el cementerio; este es un pueblo castellano, austero en sus emociones y parco de solemnidades; así que leo con curiosidad y respeto esas palabras para la eternidad que resultan entrañables porque demuestran el dolor de la partida, los méritos del finado y el vacío que dejó tras su marcha. Siempre me acuerdo de esa frase: ¿Cómo una carta que no es nada podría expresar un amor que es todo?, y me siento impotente porque unas pocas palabras apenas logran expresar el amor de una vida entera que se ha ido. Nos consuela, no obstante, escribirlas como un homenaje a esa persona importante en nuestras vidas que hemos perdido para siempre.

Comparo la diferencia de sepulturas: la fastuosidad de algunos mausoleos contrasta con la sencillez de los antiguos sin ornato alguno, con el manto de tierra a ras de suelo y apenas visibles los datos del difunto porque el tiempo ha borrado todas las señales, y no puedo evitar un sentimiento de pena por esa desnudez; así que cuando reconozco a algún familiar enterrado tan parcamente, me acerco a un lado del cementerio donde se apilan ladrillos sobrantes de las sepulturas que han hecho como modelo en la parte nueva, acarreo algunos, despejo de ramas y hojarasca la sepultura y la delimito con ellos. Una vez que la tumba está cercada y limpia, remato la tarea cogiendo pequeñas piedras blancas y formo con ellas una cruz en el centro. Es una tarea sencilla, pero muy agradecida; ahora el aspecto parece cuidado y me siento bien cuando termino el trabajo.

Pienso que esta sería una tarea de obligado cumplimiento que haría con mucho gusto si un día tengo una casa en el pueblo, aunque mis proyectos no se acabarían aquí. El cementerio precisa de un trabajo continuo, no solo en las sepulturas, sino también en la pequeña capilla que hay a la entrada a mano izquierda y en la otra estancia a mano derecha que está llena de objetos de desecho: centros de flores, maderas viejas etc., para que luzca tan aparente como en el Día de los Santos, que es cuando la gente acostumbra a limpiar y acondicionar las sepulturas y darle un nuevo aspecto al camposanto; pero ahora es una idea que no puedo permitirme, ya que solo tengo la oportunidad de venir al pueblo en muy contadas ocasiones. Lo apuntaré en mi lista de tareas pendientes para ese futuro de empeños al que no quiero renunciar.

Me siento a la sombra de un ciprés, reposando la espalda levemente, mientras el sol se asoma entre las nubes en un día que promete luminoso y fresco. Saco mi agenda, anoto reseñas que desconozco y parentescos familiares que ya no recuerdo para completar el árbol genealógico que llevo elaborando desde hace años hasta conseguir remontar mis orígenes hasta la quinta generación. Todos los datos los fui recogiendo a través de recordatorios que guardaba mi madre en su viejo misal y de testimonios que recordaban mis padres y abuelos pero ahora que muchos de ellos faltan y no tengo referencias, el cementerio es una excelente fuente de datos.
No me he dado cuenta, pero ha pasado bastante tiempo y debo irme. Me resisto a salir de allí porque, como siempre, suele vencerme la emoción y dejo mis lágrimas entre aquellas tumbas amigas; así que recojo mis cosas, cierro la verja de entrada y camino distraídamente de vuelta al pueblo, con un sosiego y a la vez un sentimiento de pena en el alma porque aquellas personas formaron parte de mi vida, una vida de la que se llevaron un pedacito que está ya tan muerto como ellos.

Medito sin querer en la rapidez con que transcurre la vida, me comprometo a disfrutar de cada minuto, a valorar y hacer gratas las pequeñas cosas de cada día, a que no me devore el inconformismo, a hacer agradable la existencia de la gente que amo, a sentirme bien con las personas que convivo a diario, a no ser intolerante… y, sin querer, a medida que bajo por la carretera camino del pueblo, sonrío por la bondad de mis intenciones que, probablemente, se quedarán por el camino porque son como esas promesas de año nuevo que nos hacemos en la seguridad de que no durarán más allá del día de Reyes. Así, ensimismada y sonriente camino de vuelta a mi querido Castronuevo dejando atrás un mar de sensaciones que permanecerán en mi memoria.

Mª Soledad Martín Turiño