EFÍMERA FORTUNA    (Castronuevo de los Arcos)

Formaban a todas luces una familia atípica que, debido a las circunstancias no siempre gratas de la vida, tuvieron que vivir juntos aun tratándose como perfectos desconocidos. Ocupaban el mismo espacio físico, pero apenas se cruzaban, evitaban hablar entre ellos y únicamente en las horas del desayuno y el almuerzo se reunían porque a la asistenta le resultaba más practico servirles a todos juntos en la misma mesa; la cena sin embargo la tomaba cada uno en su habitación y a diferentes horas, dependiendo de sus preferencias.
A los cuatro miembros de la familia: don Lucas (el padre), conde de Castrovona, Alfredo y Felisa (hijo y nuera respectivamente) y Santiago (el otro hijo de Lucas, minusválido físico), se unía Servanda la criada, y Adelina (cuñada de Lucas, hermana de su difunta esposa) que entraba y salía de casa a todas horas como si perteneciera por sangre a aquel núcleo familiar.
Todos ellos deambulaban por las habitaciones de aquel caserón heredado por los antepasados del padre de familia y que Lucas se empeñaba en conservar ya que era un edificio que en su día había sido un palacio con hectáreas suficientes para la plantación de viñedos con los que elaboraban el vino de la casa, acreditado en la zona e incluso más allá de las fronteras. Aquel palacio se venía abajo por días: los campos estaban sin cultivar, las cepas asalvajadas crecían entre la maleza, el estanque que antaño estaba lleno de peces de colores ahora permanecía seco y sucio, las cuadras vacías, el jardín desatendido, los parterres trepaban sin podar y los aposentos del servicio que formaban una hilera contigua al palacio formado por casas pequeñas donde antaño se alojaban los temporeros de recogida de uva, los guardeses de la finca, el jardinero y los mozos de cuadra, se derrumbaban sin remedio.
El declive empezó cuando quebraron una serie de negocios emprendidos por el conde, desoyendo las advertencias de su administrador que le conminaba a esperar y no arriesgar tanto capital en inversiones un tanto turbias. Perdió un patrimonio importante del que ya no pudo recuperarse; eso unido a la enfermedad y el posterior fallecimiento de su esposa le hundió psíquicamente hasta el punto en que dejó la hacienda en manos de su hijo Alfredo. Poco pudo hacer éste, a pesar de sus esfuerzos, con un capital tan reducido. Se volcó en recuperar los contactos con personas que antaño desde sus elevados puestos en la sociedad, habían ayudado a su padre, habían cazado juntos, celebrado fiestas… pero todos le fueron volviendo la espalda, ya no eran de los suyos, habían caído en desgracia y nadie les prestó el menor auxilio; así que tuvo que hacer frente a las deudas contraídas, para lo que se vio obligado a vender mobiliario y cuadros que habían estado siempre en la familia, pero al menos con eso dejaron de ser morosos; luego estaba la gran cuestión: vender el palacio era la única solución posible, pero su padre no quería ni oír hablar de ello; había que mantener el condado, pese a que se había quedado solo en el título nobiliario, puesto que ya no tenían privilegios económicos, allí se habían criado generaciones de la misma familia y no podía permitir que cayera en manos de cualquiera.
Lejos de contribuir a encontrar una solución, o siquiera a escuchar los problemas de Alfredo, Felisa su esposa era una mujer voluble, caprichosa y manirrota que se casó con el único propósito de vivir una existencia acomodada a la que no estaba dispuesta a renunciar. Pronto olvidó de donde venía: una familia humilde que en un par de ocasiones había trabajado para el palacio en la recogida de la uva. Allí la encontró Alfredo y se fascinó con su belleza, y allí fue donde Felisa, sabedora de que era su válvula para escapar de una vida insulsa de trabajo de sol a sol se planteó seducirle hasta casarse con él. Desde entonces su comportamiento cambió, no quería ver a sus padres, a quienes consideraba de una extracción más humilde que no casaba con su nueva vida, y se dedicó a retapizar muebles y redecorar las estancias del palacio, sin reparar en gastos. Asimismo, todas las tardes se citaba con amigas para tomar el té -eso decía- y, de paso, regresar cargada de paquetes con los que el chófer hacía equilibrios para abarcarlos de una vez y entrarlos en la casa.
Luego estaba Santiago a quien apenas veían puesto que pasaba su vida en una estancia amplia habilitada para que pudiera desplazarse por ella con la silla de ruedas cómodamente, tras el infortunado accidente que sufrió motivado por una caída de caballo una tarde de otoño. Le ayudaba una enfermera que pasaba todo el tiempo a su lado, leyéndole o hablando para que tuviera alguna distracción con alguien y a quien él quería como si fuera una hermana.
La quinta en discordia era Adelina, cuñada de Lucas como ya dije, que tenía la fea costumbre de presentarse en cualquier momento para protestar por todo; se quejaba de la desnudez de las paredes, ahora sin los enormes cuadros que antes la vestían, del frio, del calor, del deprimente estado de los campos… y urgía a su sobrino a hacer lo que fuera para que el palacio brillara como en sus mejores tiempos. Nunca daba una propuesta conciliadora, no escuchaba los problemas ni atendía a los ruegos de Alfredo para buscar una salida digna a aquel atolladero. Adelina era una mujer malcriada, respondona, antojadiza e inconstante a quien le venía muy bien presentarse a la hora de comer y pasar allí tardes enteras recalando en la enorme biblioteca que era su rincón favorito. Muy diferente de su hermana, quien antaño fuera la señora de la casa, que era una mujer sencilla, amable con todos, dispuesta a hacer lo necesario con tal de que en su familia reinara la paz y estuvieran unidos pero, ya se sabe, a veces la genética juega esas malas pasadas.
Tras varias reuniones y viajes en busca de posibles inversores que devolvieran al palacio su antiguo esplendor, un día Alfredo reunió a toda la familia para explicarles su proyecto: un millonario italiano amante del vino se había interesado por rehabilitar el palacio y los aledaños, en lo que constituiría una inversión millonaria, con la condición de explotar la producción de viñedos y quedarse con su posterior beneficio, y abrir al público el palacio (excepto las estancias privadas) con el fin de generar ingresos; para ello debían hipotecar el palacio a favor del inversor porque si el negocio salía mal, así no perdería lo que había financiado.
Cuando escucharon la noticia, todos miraron al conde que, con la mirada perdida, asentía levemente en un gesto con la cabeza pero sin decir una palabra. Felisa y Adelina se miraron un instante y ambas expresaron su desazón por abrir al público un edificio que consideraban privado… Al final, Lucas se puso en pie y con un gesto un tanto dramático se dirigió a todos diciendo:
- “Sabéis que este palacio ha sido la casa de mi familia desde hace generaciones. Yo no he sabido protegerlo para mis hijos y nos vemos obligados a aceptar esta solución que es la menos mala a la que podemos enfrentarnos. Agradezco los desvelos de mi hijo por mantener a flote nuestro patrimonio y le autorizo para tratar con el italiano en los términos legales que nuestros juristas determinen”.

Tras estas palabras, se sentó y continuó en el mismo estado de antes, con la cabeza baja y la mirada extraviada. Nadie dijo una palabra y, a partir de entonces, pasado un revuelo de abogados y gestores que se reunían a cada momento con Alfredo, el palacio comenzó a cambiar: se llenó de operarios que modificaron interior y exterior. Dentro de la residencia trabajaron pintores, ebanistas, electricistas, fontaneros…y una vez ellos terminaron, llegaron los decoradores, interioristas y expertos en dotar de vida, manteniendo su raigambre original a aquellas estancias descoloridas que se habían perdido en el tiempo. El aspecto exterior cambió radicalmente: replantaron flores y plantíos, se podaron los parterres y el laberinto, y pronto el jardín volvió a recuperar su estado anterior. También reconstruyeron las casas de los trabajadores, añadiendo enfrente otra hilera parecida de edificios tipo bungalow, limpiaron y llenaron de agua el estanque, y un equipo de agricultores de la zona trabajaron en desbrozar la maleza que se había instalado entre los viñedos para que volvieran a producir.

Con el transcurso del tiempo el palacio recobró su aspecto señorial. Los visitantes llegaban dos días a la semana y dejaban pingues beneficios; volvió a recogerse la uva que dio un caldo exquisito para satisfacción del italiano que explotaba y engordaba su capital con aquellas ganancias; pero no quedó todo ahí. El palacio lucía hermoso como nunca y las gestiones de Alfredo se encaminaron en darlo a conocer con fines turísticos; pronto apareció en catálogos y las agencias de viajes enviaban turistas para alojarse en las nuevas casas de trabajadores, ahora convertidas en bungalows que hacían las delicias de los viajeros. El palacio estaba lo suficientemente apartado de ellas como para no cruzarse unos con otros, y la situación empezó a rendir beneficios.
Poco a poco los antiguos amigos volvieron a querer contactar con el conde y su familia; les invitaban a cazar como antes, y las relaciones se restauraron, si bien el conde, cada vez más anciano no estaba en condiciones de salir del palacio donde vivía cómodamente recluido.
Hoy en día el palacio de los Castronova sigue siendo un reclamo exclusivo para quien pueda permitirse la estancia en el auténtico palacio de un conde.

Mª Soledad Martín Turiño