CASTRONUEVO EN OTOÑO    (Castronuevo de los Arcos)


El otoño en Castronuevo es un poco triste, o al menos así es como yo lo he vivido siempre. Con su llegada, el pueblo se va quedando solo, los forasteros que vinieron para las fiestas agosteñas ya se han ido a sus lugares de origen, a sus vidas lejos de allí, y aquellos otros que haraganearon un poco más estirando los días, empiezan a notar la falta de comodidades del pueblo en relación con la ciudad, la ausencia de calefacción, el incipiente frío, los días que se acortan cada vez más, la gente que ya no sale de sus casas… todo ello les obliga casi a hacer las maletas y despedirse hasta que vuelvan tiempos mejores, por lo general la primavera, y regresen de nuevo.

Así que Castronuevo se queda en su esencia más pura; es decir, solitario, algo más envejecido y quizá un poco más triste porque los vecinos se habían acostumbrado al bullicio de los veraneantes que lo invadieron todo contagiándoles alegría, ganas de murmurar y favoreciendo temas de conversación en un pueblo que ya no tiene de qué hablar porque las cosas ya se saben de memoria, o acaso porque no hay ganas de decir lo mismo a la misma gente de siempre; por eso no resulta infrecuente que se junten varios viejos en un banco y pasen horas sin decir nada, pensando en sus cosas y mirando con ávida curiosidad un coche que transita o alguien que cruza la calle y los escrutan indagando cada uno de ellos los motivos por los que camina por allí, donde irá o de donde vendrá, elevando lo cotidiano a la categoría de extraordinario.

La gente de mi pueblo (como la de muchos otros pueblos) es así: sencilla, austera, parca y nada amiga de frivolidades. Sin embargo también es crítica, mordaz, irónica y hasta cruel con sus semejantes. Si hay una disputa verbal con otro paisano, sea por unas tierras o cualquier otra cosa, una vez se ha disuelto la conversación o superado el malentendido, queda el resquemor de lo que ha dicho el otro y perdura para siempre una animadversión que va creciendo sin saber por qué y se enraíza en lo más profundo. Esa discordia permanente, ese resentimiento sin solución me produce una desazón que empaña la benevolencia de mis pensamientos con respecto a mi pueblo; sin embargo no debo obviarlo por indeseado, sino que hay que reconocerlo porque forma parte de la realidad.

En otoño cambia el campo y los olores. El verde que teñía el suelo ha dado paso a tierras aradas que se muestran desnudas esperando que el germen depositado en sus entrañas vaya formando las matas que darán lugar al ansiado cereal. Llega el frío, ese airón que parece que va a arrancar las casas desde sus cimientos, el silbido permanente del viento anunciando un invierno que se abre paso a fuerza de arremeter contra gentes y enseres.

La villa se ha cubierto de cardos que crecieron asilvestrados campando a sus anchas por un terreno libre. Los niños ya han retornado a la escuela, los agricultores vuelven al oficio y el pueblo se prepara acumulando leña para el invierno, quitando las lonas que cubren las puertas de entrada de las casas, tapando con plástico los geranios para protegerlos de las inclemencias del tiempo y entrando en casa para hibernar hasta la próxima primavera.

Se sale de casa lo justo y bien pertrechados. Hay que sacar las pellizas, las mantas, el brasero, encender las calefacciones de las casas más nuevas, guardar la ropa de temporada y sacar de los baúles la pana y las franelas. En poco tiempo llegarán los fríos y la crudeza del invierno se presentará en todo su esplendor. Llegarán las heladas, los sabañones en las manos, las cabritillas en las piernas de las mujeres al amor del brasero, el moquillo permanente, los nuevos olores a guisos contundentes, a leña que arde en el hogar, a pucheros humeantes…

Castilla en su crudeza forja a su gente a golpe de inclemencia. Los hombres se embozan y apenas se distinguen embutidos en sus pellizas o capas. A lo lejos suele verse a algún pastor que, guarecido junto a un árbol o agazapado en una improvisada caseta, vigila sus ovejas y desafía al invierno como puede, pasando las penurias propias de un trabajo muy alejado de la comodidad. Cuando recoge el ganado, ya sea en el redil o en casa, la faena continua, hay que darles de comer, ordeñar el rebaño y después, darse un baño caliente para quitar ese olor a oveja que aparta a las muchachas de los pastores, mientras ellos se sienten menospreciados porque no pueden evitarlo.

Esa es mi tierra, el lugar donde nací, el que cobijó mi infancia, rescató mi juventud y sirve de apoyo en mi madurez. Lo siento en cada estación, en cada hombre que camina junto a mí en la ciudad y que veo tan diferente a mis paisanos, o en cada mujer resuelta, caminando erguida. Van por la calle como si fueran los dueños del mundo, indiferentes, sin prejuicios, ríen o lloran según se tercien las circunstancias, sin miedo al qué dirán, en medio de una sociedad que les ha enseñado a vivir sin convivir, a pisar fuerte, a no carecer de nada, a gastar a manos llenas y a coexistir sin complejos.
Sin embargo la gente de mi pueblo es diferente; siguen atormentados por sus prejuicios, pero son francos, directos, acaso sin sutileza y a veces incluso un poco crueles. Sus manos toscas, anchas, con dedos gruesos, y palmas encallecidas y con durezas, reflejan la aspereza de su oficio al aire libre, pero cuando la estrechan es un apretón sincero, no de compromiso, de esos que se dan porque sí, y lo escatiman porque valoran el significado de estrechar la mano cuando este simple gesto antaño era suficiente para cerrar un trato y tenía más valor que cualquier papel.

Cuando miro por la ventana desde este lugar tan diferente, instalada en una comodidad y una forma de vida tan distinta, y pienso en mi viejo pueblo que se prepara para otro invierno, no puedo evitar un sentimiento de culpa mezclado con la añoranza y la certeza de que, un año más, lo viviré en la ausencia.


Mª Soledad Martín Turiño