EL VIEJO SENTADO

Sentado en su silla vivía en silencio,
escuchaba poco, apenas oía, pasaba las horas
frente a la ventana, mirando una iglesia
que se perfilaba al fondo de la calle,
oía las campanas tañer cada día
llamando a los fieles a toque de diana
para recibir el misterio de cada mañana.

Día tras día mataba las horas
cruzadas las manos sobre su regazo,
las piernas inmóviles se le escapaban
corriendo muy rápido hacia las montañas
persiguiendo un sueño, una quimera rota
que al punto a la realidad le devolvía.

La silla metálica que era su mundo
se movía lenta con murmullo sordo
traqueteando siempre y señalando el paso
contra su deseo de transitar inadvertido;
en los corredores cuando no había nadie
gustaba de discurrir ajeno a las miradas
arriba y abajo, una vez y otra
y así desperezaba su mente abigarrada.

Luego, ya exhausto de tanto paseo
entraba en su celda, residencia parca,
solo con lo preciso, sin concesión al lujo,
y entonces tomaba de un estante a mano
el libro de turno para elevarle al cielo.
Sus horas mejores eran esas horas,
en que se fundía con los personajes
y todos formaban parte de la historia.

¡Qué feliz el viejo alejado del mundo
en aquel habitáculo consumiendo historias!
A nadie anhelaba, con nadie departía,
tenía sus rezos, sus libros, recuerdos
y un puñado de almas que por él velaban
desde el horizonte muy cerca del cielo.

A veces dormía, otras dormitaba,
enlazando mundos gratos y perversos,
personas que eran, estaban y fueron,
todo se envolvía y se desdibujaba
en aquel marasmo de vigilia y sueño.

Mª Soledad Martín Turiño