CRISTO CRUCIFICADO

Sale el Cristo crucificado y las mujeres
le miran embobadas con lágrimas tristes,
absortas en su rostro martirizado
y presente el dolor que durará unos días.
Luego vuelve el jolgorio, pasada esta Semana
se olvidan los rituales, regresa el día a día
con su rutina, sus alborozos y pesares.
¡Somos tan olvidadizos!
Pocos creen que aquel trozo de madera
vigila y ampara sus demandas,
callado, sin que apenas le recuerden,
vigilante siempre, atenta la mirada.

Cuando las viejas en los reclinatorios
contemplan la cara del dios-hombre agonizando
lágrimas de dolor y pena honda
escapan sin quererlo y sus labios
se cierran en un gesto de fiereza
porque siendo inocente le mataron.

Una plegaria convertida en salmo
recorre con un escalofrío
a las gentes nobles que recitan
esas palabras desde el fondo del alma,
y no ven, aunque en su rostro se produce,
el leve gesto de una sonrisa.

Al salir de la iglesia y su silencio
regresa la vida diaria y todo cambia,
allí dejamos al Cristo sufriendo
con los brazos extendidos,
la vida expirando y la cabeza gacha,
partido de dolor y agonizante
hasta que regresen los fieles a su lado;
solo pide comprensión y compañía
pero entiende que vayas contrito
y le regales el milagro de unas lágrimas.
Razón no te faltaba al despedirte
con los ojos en llanto anegados,
dejabas allí sola a aquella imagen
del viejo Cristo ayer crucificado.

Mª Soledad Martín Turiño