CADA MAÑANA

Cuando cierro la puerta y dejo la casa vacía
despertando del amodorramiento de la noche,
y veo como el sol se filtra suavemente
por las ventanas entornadas,
el silencio se hace dueño de las estancias,
la paz que reina es absoluta y, sin embargo,
dejo todo atrás para empezar una jornada
en otro lugar, tal vez menos apacible,
pero que resuelve mi sustento y dignifica
los años de lucha por tener un hueco en este mundo
de claves enmarañadas y mensajes complejos.

Cumplir las normas ha sido el referente
para el que me prepararon desde niña:
obedecer a los mayores, ir a misa, saludar
a aquellos con los que te tropieces en la calle,
besar la mano a las autoridades, ser buena gente,
portarse bien, no hablar en voz alta, cuidar los gestos,
evitar la ostentación, ser dócil, no llamar la atención,
acatar los rituales, ser borrego…

Así pulieron mi vida las circunstancias fortuitas
de una vida parca, una religión extrema,
y una educación a golpe de susto y palmetada;
sin embargo aquello desembocó en un ser
que luchó por no someterse, por abrir nuevas sendas,
por rebelarse ante prejuicios aprendidos y absurdos,
y ahora solo busca la paz en esas pequeñas cosas
que son la esencia misma de la vida,
concediéndose alguna vanidad aleatoria
para compensar una niñez feliz, aunque estricta.

Cuando salgo de casa cada día,
en el momento en que cierro la puerta me pregunto
si dentro se queda mi abandono, esa parte
del yo que no enseñamos, a veces por prudencia,
otras por dejadez, muchas por vergüenza…
luego acaricio levemente el pomo
y encamino mis pasos a consumar otro día.


Mª Soledad Martín Turiño