COSAS DE MI PUEBLO

Relato con origen : Castronuevo de los Arcos

En mi pueblo, había una costumbre que consistía en abrir una hoja de la puerta principal por la mañana, y cuando alguna casa estaba cerrada era señal de que algo le ocurría al dueño de la misma, por lo que, de forma tácita la primera vecina que pasaba se asomaba para preguntar e interesarse por su dueño. Eso me daba una gran sensación de seguridad, sobre todo cuando mi abuela enviudó, era mayor y vivía sola.

Castronuevo, además de ser un pueblo agrícola, contaba con ganadería variada y los quesos, que constituían un producto típico y apreciado, en un principio los fabricaba y vendía el señor Esteban en su propia casa. Recuerdo el olor penetrante a suero al pasar por los alrededores, y no olvido el placer con el que lo degustaba mi abuelo unido con uvas (ya se sabe el dicho: "uvas con queso saben a beso"). Años más tarde la fama y calidad de este producto ha sido galardonada con la seña de denominación de origen y en la actualidad nadie cuestiona el queso puro de oveja de Zamora, que se elabora en diferentes fábricas de la zona.

Las distracciones eran escasas y el trabajo sin tregua. Los hombres tenían por costumbre, una vez llegaban de los campos o acababan sus tareas con el ganado, de reunirse en los bares del pueblo para tomar café y echar la partida: mus, garrafina, brisca, subastado etc. que, a veces solo era una excusa para pasar un rato de asueto tras una larga jornada de trabajo.

Las mujeres, sin embargo, no tenían entretenimientos conocidos y su vida se centraba en el interior de sus casas. Cuando llegó a algunas, la radio fue un aparato muy útil para ellas y contribuyó a que se formaran las famosas "portaladas", esto es, reunirse a la puerta de la casa un grupo de vecinas que, mientras escuchaban el programa femenino de moda en la época: radionovelas o los famosos "consejos de doña Elena Francis", cosían o hablaban entre ellas.

En la España franquista, las cátedras ambulantes de la Sección Femenina contribuyeron a crear expectativas para las mujeres del entorno rural. Iban de pueblo en pueblo y a lo largo de 45 ó 60 días les enseñaban nociones básicas de: puericultura, higiene, economía doméstica, actividades como bordar o hacer manualidades y, por supuesto, un sometimiento al hombre como dueño absoluto, sin cuestionarse su propia libertad como mujeres, ni otra labor que no fuera el trabajar, tener hijos, y abogar por conceptos femeninos básicos como la limpieza, la decencia o el recato que imponía la religión.

A raíz de la proliferación de dichas cátedras, aprendieron a reunirse y a socializarse como grupo. Era una forma de incentivar la vida de aquellas mujeres que no tenían más distracción que un trabajo duro, rutinario y casi siempre sin demasiados alicientes.

Recuerdo con especial cariño a las vecinas que se juntaban en la portalada de casa de mi abuela Tarsila y que, sentadas en círculo, unas en los poyetes de piedra que jalonaban la entrada de la casa y otras en sillas bajas de mimbre, contaban historias, cosían, bordaban y pasaban la tarde. A mí me gustaba escuchar sus anécdotas, participar de las conversaciones o, simplemente enterarme de aquellos relatos de boca de mujeres que me redescubrían un mundo diferente.

A menudo mi abuelo Bernardino se unía al corro a la hora de merendar. ¡Parece que lo estoy viendo, con la rebanada de pan sobre la que ponía un trozo de queso y tocino en una mano, y en la otra el racimo de uvas y la navajita con la que iba cortando pequeñas porciones! Yo le miraba embelesada mientras comía en silencio; después, con un guiño cómplice, me miraba sonriendo a modo de despedida y se marchaba dejando al grupo con su charla.

Mª Soledad Martín Turiño