EL GESTO TORCIDO
(Castronuevo de los Arcos)
La amargura, el silencio prolongado, las malas caras, el gesto perennemente torcido…creía que se había acostumbrado a todo aquello, pero cada vez le afectaba más y lo toleraba menos. Cuando veía su rostro, que era ya una permanente mueca desagradable, optaba por retirarse, aislarse y seguir adelante en silencio, procurando centrarse en su propia vida, sin hacer caso a los dolores abdominales donde se le fijaban los nervios, ni a las frecuentes jaquecas que se apoderaban de ella, la mayor parte de las veces debidas a una tensión prolongada.
Siempre que podía, escapaba de casa y caminaba sin parar, cogiendo una calle y dejando otra, sin rumbo fijo hasta que se sentía agotada por el esfuerzo, entonces se sentaba en un banco si era verano o, si hacía frio, entraba a tomar algo en alguna cafetería para descansar un rato; en esos momentos se fijaba en la gente que pasaba a su lado preguntándose si a ellos les habría deparado la vida una situación tan lamentable; en otras ocasiones sentía una punzada de celos cuando veía parejas expresando su amor: abrazarse, besarse, mirarse embelesados mientras sonreían… ¡hubiera dado cualquier cosa por vivir esos momentos!; sin embargo su suerte se torció un día en que él cambió. No sabe cuándo fue exactamente, quizá cuando le dieron el ascenso a un colega suyo sabiendo que él lo tenía en la punta de los dedos, o tal vez, aquella mañana que no estuvo afortunado porque había pasado mala noche y perdió un juicio importante…
A partir de aquellos hechos fue cuando le cambió el carácter. Dejó de ser la persona afable y encantadora que todos conocían y se volvió taciturno, esquivo y soberbio. Ella, por el contrario, ascendió en su trabajo y cada vez fue más respetada, adquiriendo una posición que contrastaba con la de su marido. Al trabajar los dos en el mimo bufete, la diferencia se hacía más patente aún; hasta el punto de que ella se cambió a otro que también la requería para evitar, de ese modo, comparaciones y conflicto de intereses.
Trabajar en lugares distintos les concedió un poco de calma porque solo se veían a última hora de la tarde; aun así, su carácter continuó por los mismos derroteros haciendo la vida imposible a su mujer que, incluso le planteó acudir a un profesional para que le tratara aquel cambio de carácter que tan desoladoras consecuencias estaba provocando en su entorno.
Sus perennes negativas a cualquier proposición, sus silencios cada vez más densos, la ausencia de distracciones: dejaron de salir a cenar, de reunirse con amigos… forzaron una situación que se veía venir desde el principio. Un día ella le planteó separarse un tiempo, meditar sobre su situación y, si nada cambiaba, divorciarse y vivir alejados. No tenían hijos porque habían apostado por sus carreras y eso ahora, no suponía un lastre. Eran libres para decidir cualquier opción. Él, al escuchar aquella propuesta de su mujer, se puso lívido, la miró fijamente y solo acertó a balbucear unas palabras incoherentes y apenas audibles. Después de un rato en silencio, se levantó, la acarició inesperadamente y le dijo que quería hablar; se sinceró, le confesó sus miedos, el impacto que le produjo el ascenso que tanto esperaba, su fracaso en aquel juicio decisivo, como le miraban tras aquello en el bufete, los comentarios a su paso, con miradas reprobatorias, sin hacerle partícipe de casos importantes… en definitiva, estaba desprestigiado y no encontraba salida alguna. Aquel fracaso le había marcado para siempre.
Era consciente de que su comportamiento en casa había sido nefasto para ella y lo lamentaba, pero el despertarse cada mañana para ir a trabajar, era una tortura premonitoria de lo que le esperaba en el despacho. Entonces ella le propuso cambiar de ciudad, de trabajo y empezar de nuevo en otro lugar. Eran buenos profesionales y seguro que encontrar trabajo no iba a ser difícil. Dicho y hecho. Al cabo de tres semanas cargaron el coche, hicieron la mudanza y se trasladaron a otra provincia. Allí les fueron bien las cosas, habían dejado atrás el ajetreo de la ciudad, y la rivalidad apenas existía porque era un bufete pequeño, aunque con mucho trabajo porque llevaban los casos de la ciudad y los pueblos de la provincia.
Empezó a sonreír, a ser el mismo de antes, a tener ilusión y a recuperar su vida. Al cabo de año y medio ella se quedó embrazada y desde entonces los tres no pueden ser más felices.
Un día, con motivo de una afamada fiesta en la ciudad, se encontró con quien le había desbancado en aquel esperado ascenso. Se abrazaron y, para su sorpresa, le dijo que no había podido con el puesto, la responsabilidad era máxima y había averiguado que el despacho llevaba una contabilidad un tanto irregular; dudó si decirle aquello al dueño de bufete y, tras mucho meditarlo, como su conciencia no le permitía hacer como si no pasara nada, con un gran acopio de valor se lo transmitió y cuál fue su sorpresa cuando le respondió que eso eran gajes del oficio, que formaba parte de una práctica común, esa delgada línea roja que nunca habían cruzado pero, que estaban en el límite para que Hacienda no les investigara. Entonces, se despidió del bufete.
Se excusó por no haberle apoyado, por no haber tenido una conversación de amigo cuando cayó en desgracia, pero entonces su ego estaba tan alto que creía que era solo un daño colateral. Ahora le pedía disculpas y era consciente de que la amistad estaba por delante de un ascenso. Al despedirse, lo hicieron con la cordialidad y el respeto que una vez se tuvieron, luego continuó cada uno con su vida, esta vez mucho más seguros de sí mismos.
Mª Soledad Martín Turiño