AUSENCIA
(Castronuevo de los Arcos)
A veces en aquella existencia solitaria en la que estaba inmersa solía pensar que nada había salido como soñó un día; en general la vida había sido generosa aunque se había cobrado un precio mucho más costoso del que se merecía. Con frecuencia soñaba vidas paralelas y se encarnaba en mujeres opuestas a ella en las que, sin embargo, se reconocía a menudo. Sentía que su mente estaba abierta a experiencias nuevas y no iba a permitir que nada la sorprendiera; este era un importante reto de cara a sus hijos: era importante que la sintieran como una mujer fuerte, con la mente expandida, capaz de comprender las vidas tan diferentes que llevaban e incluso apoyarles en sus retos. Lo que todos desconocían era el arduo esfuerzo que ello le suponía. En apariencia pasaba por ser una persona conservadora, equilibrada, serena incluso, cuando la realidad era muy distinta; vivía asumiendo un papel imaginario tan aprendido que no podía separarlo del real, y eso era precisamente lo que la hacía sentirse viva cuando la realidad era tan difícil de soportar.
Casi nadie la conocía en realidad, ni siquiera los más allegados; revestirse con la máscara desde primera hora del día de todos sus días había sido una constante, y lo hacía con tal desenvoltura que podía engañar con suma facilidad incluso a sí misma. Le gustaba estar sola, pese a ser consciente de que la soledad era su peor enemiga porque traía consigo los infames fantasmas del remordimiento, del dolor, de las pérdidas…., entonces, en esos días en que ni siquiera tenía humor para salir a la calle y distraer su mente, solía abstraerse mirando por la ventana de su habitación. La casa estaba en silencio y las puertas de las habitaciones abiertas hacían aún más difícil de aceptar su vacío: los hijos se habían marchado de casa, pero todas sus pertenencias seguían allí: los libros, la guitarra, los muñecos de peluche, el microscopio… cada estantería contenía mil pequeños tesoros que ni se atrevía a tocar; los cajones cerrados no constituían una tentación, muy al contrario, abrirlos hubiera sido como profanar un espacio ajeno; así que a veces entraba en una estancia, se sentaba y contemplaba cada objeto que estaba allí pensando siempre en sus hijos que eran felices en sus propias casas donde seguramente nada les recordaría su anterior morada. En otras ocasiones tenía que cerrar las puertas para no sufrir el ahogo que la atormentaba constantemente, superando el vacío de una vida que consideraba insustancial, solo un transcurrir incesante de días, jornada a jornada, hora a hora, que la transportaban a un destino final sin haber saboreado la compañía, la alegría, el amor o la deseada y no impuesta soledad.
Mª Soledad Martín Turiño